La renovación

Documento del P. Marchesi sobre la renovación de la Orden para dar respuesta a los signos de los tiempos

LAS BASES DE UNA RENOVACION

LAS BASES DE UNA RENOVACION

 

 

 

PRESENTACION

Queridos Hermanos:

Como prometí a los Provinciales en la reunión de Granada, os envío los documentos sobre el tema de la Renovación, leídos en parte en aquel encuentro.

Evidentemente, la presente no quiere ser una carta circular ordinaria, sino un documento que podrá servir de lectura, de meditación, de gula para encuentros comunitarios, para retiros mensuales o para ejercicios anuales. Por eso os ruego que no me acuséis de ser demasiado prolijo. O sea, esta publicación quiere ser un servicio fraternal a todos vosotros sobre un tema, como es el de la renovación, que nos debe comprometer a todos, si es que amamos nuestra consagración y queremos darle nueva vida con respecto a Dios y a los hermanos: nos debe comprometer a todos, si queremos que nuestra Orden siga teniendo un papel apostólico en el mundo, renovando su gloriosa espiritualidad; nos debe comprometer a todos, si queremos ser hijos obedientes de la Iglesia y de su Magisterio, que nos indican, en el esfuerzo de una auténtica renovación, el camino mejor para responder a los signos de los tiempos.

Las discusiones a las que he podido asistir, o que yo mismo he provocado, acerca de este tema, me han dado una certeza moral de la necesidad .profunda y urgente que nuestra Orden tiene de un verdadero empeño de renovación; además, me han convencido y clarificado que hay que entrar en este proceso, ante todo, con una seria y eficaz preparación cristiana y .religiosa.

Esta publicación, que deseo llegue a todos los religiosos y a todas las comunidades, quiere ser precisamente eso: una modesta, fraternal y meditada ayuda, para la puesta en marcha de esta renovación, personal y comunitaria, de la Orden.

A estos documentos de ahora hay que unir también mi caria circular del 19 de noviembre de 1977, que forma parte integrante de una visión global de esta preparación a la renovación.

 

Es mi gran deseo y aspiración proclamar, para toda la Orden, el año 1979, como el "año de la renovación", utilizando para eso todas las energías que se encuentran en la Orden misma y en cada una de sus Provincias. Este "año de la renovación" encontrará sus momentos fuertes, sobre todo, en el recurso a especiales oraciones, base y fundamento de la verdadera renovación y única cosa que puede darnos la seguridad del éxito en cualquier proyecto: tanto para toda la Orden, como para cada una de las Provincias, se determinará oportunamente en qué han de consistir esas especiales oraciones. Durante el mismo año, en colaboración con los Provinciales y las dos Comisiones Internacionales, organizaremos cursos de renovación en cada Provincia o en grupos de Provincias pertenecientes al mismo idioma.

El "año de la renovación" culminará con la celebración del Capítulo General extraordinario, ya que tendrá lugar precisamente hacia el final de este mismo año. De todas formas, después de haber oído el parecer del Consejo General, os daré orientaciones más determinadas a este propósito.

Juntamente con los presidentes y secretarios de las dos Comisiones Internacionales, en una reunión que hemos tenido en Roma el 8 y 9 del presente mes de abril, hemos estudiado la posibilidad de llevar a cabo este proyecto y, consiguientemente, hemos vuelto a examinar el

programa que se hizo con los Provinciales en Granada.

Definitivamente, pues, queda fijado el programa de la Comisión "H", con algún cambio de fecha; para facilitar los trabajos de esta Comisión, reproducimos también aquí el calendario de los mismos:

 

A) A CORTO PLAZO

- Primera quincena de mayo: El Presidente y el Secretario de la Comisión tendrán que haber recibido el estudio del contenido del carisma que habrán elaborado las Provincias.

- Primera quincena de julio: El Secretario de la Comisión elaborará con los expertos un anteproyecto del contenido del carisma para ser estudiado.

- Primera semana de noviembre: Reunión de la Comisión, junto con los expertos, para elaborar un segundo anteproyecto, teniendo presentes las sugerencias enviadas por las Provincias. La fecha. de esta reunión se ha cambiado para hacerla coincidir con un curso para animadores que se tendrá en Roma.

 

B) A MEDIO PLAZO

- 01.01.1979: Todos los Hermanos recibirán este segundo anteproyecto, acompañado de un sencillo cuestionario que facilite las respuestas. Cada comunidad elaborará luego una síntesis que recoja las sugerencias de cada uno de los Hermanos.

- 20.01.1979: En esta fecha cada comunidad deberá enviar al Secretario de la Comisión Provincial la susodicha síntesis.

- 10.02.1979: El Secretario de la Comisión Provincial empezará a sintetizar las respuestas de cada comunidad.

- 01.03.1979: Para esta fecha las síntesis de cada Provincia deberán haber llegado al Presidente y al Secretario de la Comisión "H".

- 4a semana de marzo de 1979: Reunión de la Comisión "H", junto con los expertos, para elaborar el anteproyecto definitivo del contenido del carisma y para precisar el contenido y la extensión del voto de hospitalidad.

- Abril de 1979: Todo el estudio será entregado a uno o más especialistas en Derecho Canónico para que den su parecer.

- Junio de 1979: Los Provinciales y los Vocales del Capítulo General extraordinario de 1979 recibirán la edición definitiva del anteproyecto.

 

C) A LARGO PLAZO

Estudiar y definir, con la ayuda de expertos, la dinámica del Capítulo General, que habrá de enviarse al' P; General y al Secretario de la Oficina de Estudios y Formación de la Curia Generalicia antes del 30 de septiembre de 1979: para ganar tiempo, los trabajos serán. enviados en los idiomas originales.

Por lo que se refiere a la Comisión "R", se ha establecido el siguiente programa:

 

Nombramiento de los Animadores Provinciales

 

Es indispensable que, a lo sumo, para la mitad de junio, cada Provincia haya designado dos o más Animadores Provinciales, comunicando los nombres, bien sea al P. General; bien a la Secretaría de la Oficina de Estudios y Formación, que se ha puesto de nuevo en función en la Curia Generalicia.

Como ya se indicó en la circular del 19 de noviembre de 1977, la tarea de los Animadores Provinciales es la de sensibilizar en orden al proceso de renovación, a los Hermanos de la propia Provincia y la de organizar y coordinar el desarrollo de los cursos de renovación.

En la mencionada circular se recomendaba también nombrar como Animadores Provinciales, a religiosos que tuvieran las siguientes cualidades:

  • Personas responsables.
  • Con aptitud pedagógica.
  • Que conozcan la lengua italiana o tengan facilidad para aprenderla.
  • Bien vistos por los Hermanos de la Provincia.

 

El P. General se reserva la aprobación de los elegidos y el añadir otros nombres a los nombrados por las Provincias.

 

Curso de Formación para los Animadores Provinciales

 

Teniendo en cuenta algunas perplejidades manifestadas en Granada acerca de la forma concreta de llevar a cabo los cursos de renovación y pensando, sobre todo, en la necesidad de que los Animadores Provinciales tengan una clara visión de la tarea que se les confía, se ha considerado oportuno organizar un curso específico de preparación para ellos.

Este curso de preparación tendrá lugar en noviembre de este año 1978 y durará cuatro semanas. Obviamente, el curso de renovación que había sido programado para el próximo mes de septiembre, queda anulado.

Los profesores del curso serán en su mayoría Hermanos de la Orden, completándose el cuadro con religiosos de otros institutos; los seglares quedan excluidos.

El esquema del curso será el mismo del curso de renovación; en cada una de las materias el profesor discutirá con los alumnos cuál podría ser la manera mejor de exponerla a los Hermanos cuando se organicen en las Provincias los cursos de renovación.

Se preparará un equipo de traducción simultánea y se tomarán para intérpretes, si es necesario, incluso religiosos de otras Ordenes.

 

Encuentros de Superiores por Grupos Lingüísticos

 

Para sensibilizar a todos los Superiores en orden al proceso de renovación, se organizarán para ellos reuniones por grupos lingüísticos, con la participación del P. General, de algún Consejero General y de los dos Presidentes de las Comisiones. Estas reuniones serán programadas directamente por el P. General, que se, pondrá de acuerdo con los Provinciales acerca de las fechas, y lugares. Evidentemente, estas reuniones se espera llevarlas a cabo en el corriente año.

 

Sensibilización a todos los Hermanos

 

Habrá que aprovechar todas las ocasiones para' sensibilizar a los Hermanos en las exigencias del proceso de renovación. Será oportuno dedicar a eso algunas reuniones de comunidad y reservar para lo mismo algún espacio de tiempo durante los ejercicios anuales y los retiros de cada mes.

Me hubiera gustado haceros una crónica detallada de la reunión de Granada, pero me ha faltado el tiempo material para ello.

Por lo que toca al problema fundamental de la renovación, pienso que el documento que os envío Os dará ocasión para reflexionar y preparar programas concretos.

En cuanto a los temas generales tratados en Granada, creo que los Provinciales se preocuparán de comunicar a sus religiosos las discusiones tenidas y los resultados obtenidos.

Por mi parte solamente quiero manifestaros al respectó que también en este sector, es decir, en el examen periódico de los problemas de la Orden, hay mucho trabajo por hacer, pues me parece haber notado una cierta impreparación o inmadurez en las discusiones. Falta, según mi modesta pero sincera opinión, un auténtico sentir corporativo a nivel de Orden, aunque es admirable y edificante ver cómo cada uno ama a su propia Provincia y a su propia comunidad. Pienso, además, que es importante conseguir eSa capacidad de diálogo y de auto crítica periódicas, porque estoy completamente convencido de que, visto el vertiginoso desarrollo actual de las situaciones socioeclesiales, ya no podemos limitamos a analizar y programar la vida de la Orden en un encuentro que se celebra cada seis años, con ocasión del Capítulo General. condicionados, además, por el carácter electivo de esta reunión.

En lo que se refiere a la Curia Generalicia, por el momento, me limito a deciros que continuará oficialmente en el Hospital de la Isla Tiberina, aunque algunas de sus oficinas podrán ser trasladadas al Colegio Internacional de la Nocetta.

La misma Curia, como consecuencia de lo discutido en Granada, se compromete a darse una organización más eficaz y más en consonancia con las exigencias de los tiempos, como ha sido pedido en diversas ocasiones, aunque hay que reconocer que luego suele faltar la colaboración necesaria para alcanzar este objetivo.

Una descripción más detallada de su dinámica y de sus fines específicos la daremos en el primer número del "Boletín Informativo" que esperamos empezar a publicar en el próximo mes de septiembre.

Actualmente la Curia está formada como sigue:

Procurador General: Fr. Fabián Hynes.

Secretario General: Fr. Miguel García, sac.

Postulador General:      Fr. Gabriel Russotto, sac.

Oficina de Estudios y Formación: Fr. Valentín Riesco, sac., Fr. José Magliozzi

Secretario: Fr. Gerardo Cole.

Secretaria General para la Pastoral Vocacional: Fr. Huberto Schachinger.

Secretario: Fr. Maximino Zerbi.

Secretaria General para las Misiones: Fr. Elías Le Gresley.

Pastoral Hospitalaria- En el mes de junio próximo se hará el correspondiente nombramiento

Secretario: Fr. Cristiano Clavé.

Secretaría General para los Hospitales: Fr. Huberto Schachinger

Oficina de Estadistica: Fr. Fabián Schuba.

Ecónomo General y Problemas Administrativos: Fr. Fabián Hynes.

Secretaría General para las Relaciones con los Colaboradores Seglares: Fr. Elías Le Gresley.

Secretario Particular del P. General:     Fr. Celso M. Iacuzio

Oficina de Coordinación: Fr. Celso M. Iacuzio, Fr. Gerardo Cole

En algunos puestos colaboran también seglares competentes.

Termino poniendo en las manos del Señor la presente publicación, con la confianza, como es mi ardiente deseo, de hacer un poco bien a algún Hermano y deseando que se avive en todos nosotros la luz radiante de la esperanza cristiana.

 

Con fraternal afecto,

 

Fr. Pierluigi Marchesi, O.H. Prior General

Roma, 15 de abril de 1978.

 

CAPITULO I

Introducción a las jornadas de granada

 

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén. Oremos:

Padre celestial, en unión con tu Hijo, nuestro Señor, nuestro Salvador y nuestro Hermano, y con el Espíritu Santo, y acudiendo a la intercesión de nuestro Santo Fundador, San Juan de Dios, nos hemos reunido para rogarte, para darte gracias por los dones que nos has concedido y para pedirte que nos otorgues tu divina ayuda en la difícil tarea que nos espera.

Padre Santo, tenemos conciencia de lo que nos pide tu Hijo, la Iglesia y nuestra Orden. Sabemos también que "una sola cosa es necesaria"[1], o sea, “que nos amenos los unos a los otros como tu Hijo nos ha amado”[2].

Pedimos tu ayuda y tu gracia a fin de que podamos renovarnos en este amor.

Padre, nos acercamos a Tí humildemente, sabiendo bien que durante mucho tiempo hemos descuidado "la cosa necesaria" que Tú nos has pedido. Nos acercamos a Tí con espíritu de contrición y de esperanza: de contrición, porque sabemos que te hemos ofendido con nuestra dejadez y nuestra desobediencia; de esperanza, porque sabemos que es suficiente que nos dirijamos a Tí, Padre nuestro, con fe, para que Tú digas: "Comprendo, id en paz, están perdonados vuestros pecados".

Padre celestial, te pedimos que des nueva vida a nuestra fe, para que podamos vernos como tu Hijo nos ha visto; te rogamos refuerces nuestra esperanza, a fin de que podamos tener conciencia de la plenitud de vida que Tú nos ofreces; te suplicamos intensifiques nuestro amor entre nosotros mismos, a fin de que nada nos separe del amor de tu Hijo[3], que es nuestro vínculo de unión.

Padre Santo, tendremos necesidad de la fortaleza y de la justicia, los unos para con los otros, a fin de que nuestro vínculo de unión sea firme y aceptado por todos delante de Ti. Necesitamos también la templanza para ayudarnos, el uno al otro, a crecer hasta un nivel que no sea superior al que podremos y sabremos alcanzar; y la prudencia, para aprender a usar los medios sobrenaturales justos, con los cuales hemos de alcanzar aquellos objetivos espirituales que Tú nos has señalado. Nos diste ya estos dones al tiempo de nuestro bautismo; derrama ahora tu gracia sobre nosotros, a fin de que podamos usar de ellos plenamente.

Ayúdanos, Padre, a entender las palabras y los ejemplos de tu Hijo; pero, sobre todo, ayúdanos a entender la Palabra, que es tu Hijo.

Haz, Señor, que sepamos descubrir a tu Hijo, en el buen samaritano[4], en el cual El se nos ofreció como único modelo de todo lo que hemos de ser los unos para con los otros y de todo lo que hemos de hacer por los demás.

Asístenos, Padre, para que comprendamos a nuestro Santo Fundador, San Juan de Dios. Que la comprensión de su vida y de su obra sea el faro que oriente nuestras conversaciones en los próximos días. Que cada uno de nosotros pueda ser un templo viviente de su espíritu y de su carisma, como somos templos vivientes de tu Santo Espíritu.

Te pedimos estos dones por medio de tu Hijo y Señor nuestro, que vive contigo y con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

 

Queridos Hermanos en Cristo:

 

Una serena alegría invade mi alma al encontrarme con vosotros en esta ciudad, cuna de nuestra Orden; de todo corazón presento a cada uno mi saludo de bienvenida y el deseo de una alegre y provechosa estancia en esta tierra bendita.

Creo que es una prerrogativa, pero sobre todo un importante deber de vuestro General, el dar la tónica a estas reuniones.

Por tanto, recordemos las palabras de nuestro Señor: "Que ellos sean uno solo como lo somos Yo y Tú"[5].

Y ¿cómo podremos saber lo que es esta unidad de la que habla Cristo, nuestro Señor?

San Pablo nos dice claramente que el Espíritu produce una profusión de amor; por tanto, en el acto de reunimos, recordemos estos frutos: caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, dulzura, de. modestia, continencia y castidad[6]; así no iremos fuera de camino.

Meditemos las palabras de San Pablo: en ellas aprenderemos lo esencial para el discernimiento de los espíritus.

El Apóstol, en la carta a los Gálatas, ya citada, nos dice también lo que acaece cuando el Espíritu no está entre nosotros: "Las personas se hacen enemigas y se combaten, se vuelven celosas, irascibles y ambiciosas. Se dividen en grupos y facciones, son envidiosas y otras cosas más por el estilo. Os pongo en guardia, como lo he hecho antes -Concluye S. Pablo-: los que hacen esto no poseerán el reino de Dios"[7]. Estas palabras del Apóstol deben damos la pauta para nuestra reunión de estos días.

Recordemos también el artículo tercero de la Regla de San Agustín: "Lo primero -y repito- lo primero cuando entráis en una familia religiosa, es que tengáis una sola alma y un solo corazón en el Señor, puesto que este es el fin para el que se forma la comunidad"[8].

Acudamos igualmente al capítulo cuarto de nuestras Constituciones: "El amor de Dios es el fundamento de nuestra vida comunitaria y de la caridad fraterna"[9].

Si nos amamos los unos a los otros, el Señor, que nos ha amado primero, vendrá y habitará entre nosotros.

Por este motivo San Juan de Dios escribe que "la caridad es la madre de todas las virtudes", y nos exhorta a ser caritativos, porque "donde no hay caridad no está Dios, aunque El esté en todo lugar"[10].

Os invito a reflexionar también sobre el resto de este mismo capítulo de nuestras Constituciones[11].

La lectura de los textos citados en las notas, nos podrá servir de guía en estas reuniones.

Los próximos días, como os decía en la carta de convocación, trataremos de encontrarnos, sobre todo, en la fe, en la oración y en la fraternidad. Serán días de reflexión común Y de tranquila serenidad; días de diálogo y de sinceridad.

Estemos abiertos a las inspiraciones del Espíritu Santo y a lo que nos diga la Palabra de Dios. Esforcémonos por encontrar la unión entre nosotros, como superiores mayores, a fin de ofrecer este ejemplo a nuestros Hermanos, teniendo en cuenta que el primer objetivo de nuestra reunión debe ser el de buscar nuestra renovación personal, la renovación de nuestras comunidades, la de las Provincias y la de la Orden entera.

Tratemos de evitar cualquier cosa que pueda tener sabor a política, partidismo o particularismo. No hemos venido a Granada para ganar una batalla ni tampoco para imponer nuestros puntos de vista a nadie, o para forzar a alguien a aceptar o rechazar una noción determinada de crecimiento comunitario; hemos venido aquí para escucharnos con atención los unos a los otros, para aprender con el mutuo intercambio y para decirnos la verdad sin ninguna forma de personalismo o prejuicio.

 

Queridos Hermanos:

 

Los temas que he anunciado en la carta de invitación son numerosos e importantes, para nuestras Provincias y para la Orden en general, y particularmente para nuestra presencia en América Latina y en Africa; pero pienso que la prioridad absoluta hay que darla a nuestro "ser" de religiosos, es decir, a nuestro "ser" de consagrados, en espíritu de obediencia, a la Iglesia y a Dios mismo.

De aquí el llamamiento a la renovación que, por supuesto, es también un llamamiento de vuestro General pero que no ha nacido de él, sino de los decretos del Concilio Vaticano 11 y de los sucesivos documentos posconciliares de Su Santidad Pablo VI.

Es un llamamiento que se nos transmite por medio de nuestras Constituciones y Estatutos Generales[12]. Es el llamamiento constante de la Iglesia, "ecclesia semper reformanda"[13], llamamiento que se encuentra varias veces en la Sagrada Escritura y que fue recogido también por nuestro último Capítulo General en 1976.

Nosotros nos hemos reunido aquí precisamente para experimentar los comienzos del proceso de renovación. Sin entrar en detalles, quisiera formular ahora sólo una de las conclusiones más fundamentales que deben ser incluidas en este proceso: "Yo he venido, dice el Señor, para que tengan vida y la tengan en abundancia"[14].

Consiguientemente, por renovación del espíritu entendemos la aceptación de una vida más plena en nuestra relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; la renovación de nuestro carisma la ponemos en la aceptación, igualmente, de una vida más plena en nuestra relación con el espíritu del Fundador y, por medio de él, con nuestros Hermanos y con los enfermos y necesitados a los que prestamos nuestros servicios; por último, la renovación de la fraternidad es la aceptación de una vida más abundante en nuestras relaciones con los demás, es decir, con los religiosos de otros institutos, con cualquiera con quien nos encontremos y con el ambiente en el que vivimos.

A fin de que esta semana de unión entre nosotros esté verdaderamente fundada en este espíritu religioso y espiritual, quiero simplificar y reducir a 10 mínimo el programa de trabajo para el resto del día de hoy y para mañana, a fin de que podamos tomar un auténtico y profundo contacto con el espíritu de San Juan de Dios que, en esta maravillosa ciudad, en un supremo acto de donación y de amor hacia Dios y hacia el prójimo, echó los gérmenes fecundos y gloriosos de su santidad personal y de la fundación de nuestra Orden.

Imaginémonos en estos días que vamos acompañando a nuestro ardiente y santo Fundador en su peregrinación por las calles de Granada, reviviendo con él el ardor de su caridad y de su servicio a los necesitados.

En este día preparatorio, dedicado a la oración, y mañana en la celebración de su fiesta litúrgica, hagámonos cuenta que vivimos con sus primeros colaboradores directos e imaginemos que estamos entre ellos y en su compañía.

De esta manera creo que nos será más fácil entender el itinerario que hemos de recorrer juntos en estas jornadas y podremos llevar luego a nuestras Provincias el espíritu y la inquietud con que, en nombre de San Juan de Dios, se ha convocado este encuentro.

Por ahora, me parece que lo más importante para cada uno de nosotros es pasar este día en silenciosa oración, esforzándonos por captar lo que nos dice la Palabra de Dios.

Queridos Hermanos, pongámonos a contemplar silenciosamente la primera Mesa Eucarística y escuchemos las solemnes palabras de nuestro Señor, cuando se despide de sus apóstoles y se prepara, a Sí mismo y a ellos, para empezar la dolorosa agonía en el huerto; todo esto encaja en el marco litúrgico del tiempo cuaresmal que estamos viviendo.

Estamos asistiendo al deprimente proceso y condena de Jesús. Sigámoslo en el difícil camino del Gólgota y, con su Santa Madre María, tratemos de penetrar en la incomprensible pena de su crucifixión.

Al contemplar los horrores del Viernes Santo, preguntémonos honradamente si también nosotros estamos dispuestos a "tomar la cruz y seguirlo"[15].

En este espíritu de penitencia y de esperanza preparemos nuestros encuentros y reflexionemos, sobre todo, acerca del significado de la renovación, con la seguridad de encontramos en la trayectoria de Cristo, de la Iglesia y de nuestra espiritualidad propia.

La renovación, queridos Hermanos, no es ni más ni menos que la contemplación de nuestro Hermano, Jesucristo, que camina en la esperanza por el doloroso sendero del Calvario, seguro del triunfo del Domingo de Pascua.

¿Nos sentiremos paralizados por el miedo, en nuestro meditar, como se sintieron Pedro, Santiago y Juan en el monte Tabor, cuando se encontraron cara a cara con el Padre celestial? O más bien, ¿sabremos corresponder, como ellos lo hicieron, al toque delicado del Salvador y a sus preciosas palabras, "levantaos y no tengáis miedo"?[16].

Cuando el Señor prometió dar su Cuerpo como comida y su Sangre como bebida, en señal de la unión que debería reinar entre los discípulos, algunos de ellos se alejaron, diciendo: "Estas palabras son duras y demasiado difíciles, ¿quién puede aceptarlas?"[17]. ¿Diremos y haremos nosotros lo mismo? O más bien, ¿no nos comportaremos como Simón y Andrés quienes, invitados por Jesús a dejar las redes y a seguirlo, emprendieron inmediatamente y con esperanza el viaje hasta el monte Calvario, aunque, sin saber que Ellos iba conduciendo, por medio d!:! la cruz, a una vida más fraterna y más feliz entre ellos mismos?

Mis queridos Hermanos, quiero pediros que leáis, en este día de oración, aquel párrafo sorprendente del Evangelio de San Marcos en el que Santiago y Juan van a buscar los tesoros del cielo sin preguntar siquiera por el precio; es verdad que ante la pregunta del Señor, "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?", manifiestan su buena disposición, pero sin tener una idea completa de lo que aquel cáliz contenía. Jesús les asegura a renglón seguido: "el cáliz que yo he de beber, lo beberéis"[18]. Aparece claro en el Evangelio de San Marcos, testigo del curso de los acontecimientos, que el cáliz que los hijos de Zebedeo tuvieron que beber incluía, no sólo el sufrimiento derivado del martirio, sino también el de una vida entera dedicada al amable servicio de los demás.

Si queremos ayudar eficazmente a nuestros Hermanos en el difícil camino de la renovación, debemos preguntarnos hasta qué punto estamos dispuestos a servidos.

¿Estamos dispuestos a hacernos esclavos para conseguir su unión, a entregarnos a ellos para que crezca la cohesión dentro de la comunidad? ¿Hay algo que nos frena? ¿Somos nosotros también prisioneros y por el mismo hecho incapaces de conducidos hacia la libertad de los hijos de Dios?

Queridos Hermanos, os aseguro que hablaba en serio cuando, en otro documento, os escribía que daría mi vida para que la Orden entera viva una verdadera unión. ¿Puedo contar desde hoy con vuestro apoyo para llevar esta cruz, en la cual he encontrado aliento en mis sufrimientos, libertad en mi esclavitud y alegría en mi dolor?

Humanamente no me gusta este trabajo de la renovación, no me agrada esta cruz, como tampoco os agrada a vosotros[19]. No soy ni me siento un héroe, sino un ser débil como todos. Tengo miedo, estoy preocupado y a veces muy solo[20]; pero cuando me dedico a buscar la unión entre todos los Hermanos de nuestra Orden y cuando contemplo la determinación de nuestro Señor, que quiere darnos la salvación y una "vida más abundante"[21], a pesar de nuestra oposición, entonces también yo me siento animado y trato de' recorrer el largo camino de la renovación.

Quiera Cristo, nuestro Señor, que aquí, donde despuntó la aurora de nuestra espiritualidad, nazca un verdadero, santo y total compromiso en el proceso de renovación.

 

 

CAPITULO II

Las barreras que nos dividen

 

"Y perdónanos nuestras

deudas, así como nosotros

            perdonamos a nuestros deudores".

(Mt. 6,12)

 

Así fueren vuestros pecados como la grana,

cual la nieve blanquearán".

(ls. 1,18)

 

INTRODUCCION

Una sincera y profunda meditación sobre nuestra Orden, que ya he visitado casi enteramente, me convence siempre más de la necesidad de una auténtica renovación.

Cuando hablo de urgencia de renovación, pienso en dos cosas: la primera, obviamente la más evidente, es la vida que llevamos en cada una de nuestras Provincias y que he experimentado personalmente. Tenemos que reconocer que, en la Orden, existe una vida espiritual, una vida que indudablemente es una continuación en el tiempo del ideal de San Juan de Dios. Hay vitalidad y dinamismo en la unión fraternal, de la que tanto hemos hablado en los últimos Capítulos Provinciales.

Pero durante mis contactos con los Hermanos y las comunidades, he notado otros factores que se imponen a mi reflexión y a la vuestra. Traicionaría mi conciencia y mis responsabilidades, si no prestara gran atención a estos otros factores.

La situación, en general, nos obliga a una incesante profundización en la Palabra de Dios, a la contemplación de la persona de Jesucristo, a la búsqueda constante y profunda del significado auténtico de la vida de San Juan de Dios; más aún, nos impone la tarea de conseguir un conocimiento siempre más serio del significado y del espíritu de nuestras Constituciones y Estatutos Generales. Tenemos el deber de descubrir la presencia del Espíritu Santo en nuestra misma vida y de conocer esa Nueva Ley que está escrita, no en "tablas de piedra", sino en lo profundo de nuestros corazones[22].

Por tanto, cuando me ocupo, como principal deber mío, de nuestros Hermanos y centro mi atención en esos factores de los que he hablado antes, entonces logro entender con mayor profundidad el por qué de las exigencias del Espíritu en relación con nosotros, de aquel Espíritu que nos habla a través del Magisterio de la Iglesia y de los documentos del Concilio Vaticano II.

No es exacto decir que estamos "muertos". Ni tampoco es exacto afirmar que lo que hacemos no es lo que tendríamos que hacer. No es el pasado como tal lo que hay que condenar. La verdadera razón es otra: existe un espacio, cada vez más amplio, entre lo que de hecho somos hoy día y lo que podríamos y deberíamos ser.

Muchas veces me hago esta pregunta: ¿dónde encontraremos esa "vida más abundante"[23] de la que tanto hablan el Nuevo Testamento y las enseñanzas de la Iglesia?

Al leer las respuestas a los cuestionarios, a los que la mayoría de los Hermanos ha decidido responder, y al examinar las síntesis de las varias Provincias, he comprobado, sin que me quede ninguna duda, que no soy el único, dentro de la Orden, que busca esta "vida más abundante”.

Como todos sabemos, si realmente queremos buscar con honradez los varios valores, existen en nosotros ciertos lados positivos o "puntos fuertes", por llamarlos así, que mantienen vivo en nosotros el deseo de descubrir a Dios y de volver a examinar en profundidad las relaciones que existen entre nosotros y nuestro Fundador, y las que tenemos con todos los demás Hermanos que comparten nuestra consagración y con aquellos necesitados a los que debemos amar y servir.

Esta búsqueda de una verdadera plenitud de vida y de una felicidad, que es un derecho para nosotros (¡si logramos descubrirla!), es en cierto sentido inherente a nuestra naturaleza, como es también inherente a nuestra naturaleza el evitar el mal, el huir de la sensación de vacío, del sufrimiento y del aislamiento.

Pero esta "vida más abundante", vida de amor y de unión fraternal, que tenemos la obligación de conseguir, justamente porque la Nueva Ley está grabada en nuestros corazones y también por el compromiso que adquirimos con nuestros votos, es a veces algo que está por encima de nuestras fuerzas.

Sin embargo, tenemos a disposición ciertos dones sobrenaturales, que nos ayudan a reforzar esos impulsos naturales que se encuentran en nosotros y que nos conducen hacia lo que es bueno y hacia la felicidad. Con estos dones y con nuestras inclinaciones naturales, no debería ser demasiado difícil cumplir con esta Ley Nueva: "mi yugo es suave y mi carga ligera"[24].

A pesar de todo, la nuestra debe ser una búsqueda clara, fruto de una profunda reflexión: por eso debemos tratar de descubrir la otra cara de la medalla, es decir, aquellos factores que nos debilitan, aquellas barreras que nos separan del manantial de esa "vida más abundante".

Entonces nos daremos cuenta de la necesidad que tenemos de renovación, sobre todo si logramos enfrentamos desapasionadamente con nuestras debilidades y, por consiguiente, llegamos a experimentar la urgencia de una vida renovada, de una fuerza que renace y de una unión que vuelve a descubrirse.

La renovación tiene dos aspectos fundamentales: en primer lugar, trata de eliminar las debilidades de nuestra vida y de abatir esas barreras que obstaculizan nuestra comunión fraternal; en segundo lugar, se esfuerza por descubrir también nuestros "puntos ,fuertes", esos puntos fuertes que ayudan a alcanzar una unión semejante a la que existe entre el Padre y el Hijo.

La debilidad o el mal (llamémoslo con su verdadero nombre) que permanece en la oscuridad, asea, que no quiere salir a la superficie, es justamente el que puede destruirnos. Esto mismo se puede decir cuando rehusamos reconocer nuestras tendencias a la bondad, al amor, a la felicidad, en una palabra, hacia esos factores positivos que Dios nos ha dado para alcanzar el ideal que nos hemos propuesto.

En esta ocasión quiero hablaras, sobretodo, del primer aspecto de la renovación, es decir, de nuestra debilidad humana y del mal que está dentro de nosotros.

Sé perfectamente que es un tema penoso.

Hoy ya no está de moda hablar del pecado: razón de más para que seamos cruelmente sinceros con nosotros mismos, a fin de sostenernos mutuamente en nuestro esfuerzo.

A nadie le agrada meditar sobre el mal o sobre el pecado: y, sin embargo, en la medida en que no vivimos esa "vida más abundante" de la que habla el Evangelio, es decir, la vida del amor, nosotros somos pecadores; en la medida en que no ponemos a Jesucristo en el centro de nuestra comunión fraternal, en esa medida, repito, estamos cometiendo pecado.

Lamentablemente, la cultura secularizante moderna se ha infiltrado también en nuestras vidas. Una cultura de este tipo, naturalmente, no se preocupa por el Dios vivo o por su existencia en el centro mismo del universo. Más aún, esta misma cultura ha llegado incluso a negar la realidad del pecado. Por tanto, desde un cierto punto de vista, nuestra renovación debería significar una mayor y más profunda toma de conciencia, tanto del espíritu que anima la cultura secularizante de nuestros días, (¡incluída la nuestra!), como del Espíritu que anima esta "vida más abundante"[25].

 

EL MAL, LA MALICIA Y EL PECADO

 

Así como la capacidad de amar al prójimo, significa la capacidad de hacerse una misma cosa con otra persona, así la capacidad de ser malos, de ceder ante el vicio y ante el poder del pecado, significa la capacidad de dividir y separar a los Hermanos, los unos de los otros. El poder de unir y el poder de dividir son parte integrante de nuestra libre voluntad y ambos tienen la misma fuerza.

Vivir la vida interior quiere decir buscar una plenitud siempre mayor de vida y de felicidad. Sentirse uno satisfecho con el "statu quo" de las cosas, es decir, renunciar a esta mayor plenitud de vida, quiere decir ser malo, quiere decir cometer pecado.

Cuando vamos buscando una mayor felicidad y nos esforzamos por realizarnos en este campo somos "virtuosos", en otras palabras, creamos una comunión de la que brota esa "vida más abundante".

Vivir sin ningún ideal, en la pereza, es en la práctica un fruto del "vicio" y equivale a destruir precisamente aquella comunión que tenemos que buscar siempre por mandamiento de Dios[26].

Por decirlo con otras palabras, nuestro poder de destruir la unión fraternal encuentra su fuente en nuestra capacidad de responder a las seducciones del Maligno[27]. Seguir al Maligno es una debilidad, y a causa de esta debilidad nosotros capitulamos, por decido así, encerrándonos en nuestras celdas de aislamiento y manteniendo en nuestra soledad una respetuosa distancia entre nosotros y los demás.

La unidad, por el contrario, proviene de Dios.

La división es obra del demonio, y también del hombre en la medida de su debilidad. La bondad es lo que atrae a los Hermanos, los unos hacia los otros. Santo Tomás de Aquino dice que el pecado es "un alejarse de Dios"[28].

Es trágico notar hoy día que, aún entre los miembros de las comunidades religiosas, el sentido del pecado se ha diluido de tal manera que casi ha desaparecido. De aquí provienen las advertencias de los Papas y en particular de Pablo VI.

Las razones de esta situación son numerosas. La primera es la cultura secularizada en la que vivimos y que ciertamente ha ejercido sobre nosotros un influjo mucho mayor del que nosotros hemos podido ejercer sobre ella. Luego viene el "clima" religioso de la misma Iglesia. Desde los tiempos de la Reforma se ha venido dando mucha más importancia al individuo que a la comunidad, se ha dado mucha más importancia al pecado actual que a los vicios capitales o existenciales, al pecado como quebrantamiento de la ley (legalismo) que como rechazo de nuestra cualidad de creados o redimidos[29].

Existe también otra razón: la casuística, es decir, el poder de racionalizar, como sustitutivo de una reflexión auténticamente moral[30]. Cuando aceptamos el raciocinio en lugar de la conciencia, nos sentimos impulsados a considerar "virtuosas" ciertas cosas que en realidad son verdaderos pecados, o a llamar "venial" lo que objetivamente es un pecado grave: más aún, a veces, ni siquiera lo llamamos pecado.

Por tanto, es importante distinguir entre la casuística que presenta lo que es un vicio grave como si fuera una "pequeña virtud" y la que presenta como un "pecado pequeño" o no pecado lo que, por el contrario, es un pecado grave; pero este tipo de casuística no merece nuestra consideración.

Lamentablemente, en nuestro mundo, existe una forma de casuística mucho más seria. Se trata de la que ataca. las raíces mismas de nuestra condición de pecadores, llegando incluso a la negación de la misma. Satanás ha logrado disfrazarse de ángel de luz[31]: ha llegado hasta hacernos olvidar su misma existencia. Por eso puede suceder que el hombre se engañe a sí mismo hasta el punto de convencerse que todo lo que desea es bueno, por el solo hecho de desearlo, y que todo lo que experimenta es justo, precisamente porque él así lo siente.

Si se llegara a este extremo, el mismo "Himno del Universo"[32], ya no sería el potente coro que alaba a Dios en armonía y unidad maravillosas, sino un himno desafinado y estridente, en el que cada cantor "hace exactamente lo que le parece"[33].

Una cosa es decir que el hombre es malo desde el propio centro de su ser, que está enteramente viciado por el pecado original (Calvino predicó esta doctrina y todos conocemos sus resultados), y otra distinta que el hombre, en el centro de su propio ser está vivo y es libre, pudiendo usar de esta libertad incluso para oponerse a la voluntad de Dios.

Una cosa es afirmar que todos los hombres son malos y que la existencia humana es absurda, y otra decir que todos los hombres son libres y pueden cometer un mal tan enorme, que lleguen a pretender esconder la propia maldad tras la justificación de la razón, llegando así a negar el mal en sí mismo.

Mientras nos preparamos a considerar la renovación de nuestra vida religiosa, es importante estudiar con gran atención las diversas perspectivas desde las que se puede considerar el mal, visto como acontecimiento, para entenderlo y darle un significado. En la tradición de la Iglesia existen dos diferentes perspectivas para estudiar el mal. Estas dos perspectivas han dado origen a la distinción clásica entre los vicios que llamamos capitales y los pecados que llamamos actuales.

Hay que tener en cuenta cuatro factores: el mal, el vicio, la malicia y el pecado. Y existen dos perspectivas desde donde se los puede considerar. La primera es la "razón de ser", es decir, la "finalidad"; después, lo que llamamos "último", que es lo que a menudo se considera como lo que sucede al final.

Solemos hablar de "novísimos", de plenitud del ser, de realización total de la filiación divina, de visión beatifica, etc., como de algo que vendrá al "final". Pero en realidad este "final" puede también ser considerado como "primero". Puede ser ese algo que se encuentra en el centro de las cosas, ese algo que nosotros descubrimos ahondando profundamente en los varios estratos de nuestra alma, para llegar a través de ella al Dios que allí habita. Santo Tomás de Aquino nos dice que "lo que es primero en la intención, es último en la ejecución"[34].

  Contemplando a Dios, que está en el centro de nuestro ser, vemos cuáles son sus intenciones para con nosotros y cuáles son las cosas que El ha establecido, por decirlo así, en nuestras almas y para nuestras almas. Estas intenciones divinas no son "algo más", como si fueran una capa de pintura en la pared: son ese algo que. Dios ha querido que fuera parte integrante de nuestra misma naturaleza. Aún sin saberlo, desde el momento de nuestra concepción, queríamos ser buenos en el sentido pleno de la palabra, queríamos alcanzar la plenitud de nuestro ser, queríamos tocar la Bondad Divina y encontrar una alegría y una felicidad completas.

Estas intenciones o deseos son para nosotros tan naturales como la respiración.

Como una bellota, natural e inconscientemente, tiende a convertirse en un árbol gigantesco, es decir, en una gran encina, así nosotros, en nuestro fuero interno, queremos alcanzar una felicidad perfecta. Pero las intenciones de Dios con respecto al hombre son diferentes de las que tuvo en relación al resto del universo. Por su misma naturaleza, una bellota tiene que volverse encina, pues todas las cosas, por su propia naturaleza, están destinadas a alcanzar su plenitud. Pero Dios, en el caso de nosotros los hombres, quiere que esto suceda libremente. Sólo el hombre, dentro de la creación, puede escoger entre quedarse en semilla, permanecer vacío o negarse a extender su mano para tocar a Dios.

Cuando un individuo contempla la realidad basándose en la verdad última, en el centro o en el principio de las cosas, su punto de partida es un orden o una intención que abarca el universo entero. Este orden equivale a la presencia de Dios en el universo y a Dios como centro del universo.

No es suficiente pensar en Dios como en el fin de todas las cosas, colocándolo vagamente "allí", en aquel lugar que lograremos "tocar" cuando todo el resto habrá acabado de existir. Y tampoco es suficiente imaginar nuestra bondad, nuestras virtudes, nuestra felicidad, de este mismo modo. Esto sería deformar toda nuestra vida y nuestra misma naturaleza. Dios es el Alfa y la Omega, el principio y el fin: El está en el lugar en que dos semillas se encuentran por primera vez y en los extremos confines del universo, en donde las ramas del árbol de nuestra vida tocan el infinito.

Por consiguiente, ¿qué tenemos que pensar del mal en este sentido "último"? ¿Acaso no es verdad que el mal es "ausencia" de todo? ¿No es verdad que el mal es resistencia, rechazo del orden y de la intención que Dios ha puesto en nuestra naturaleza?

Si el bien y la felicidad tienen sus raíces en nuestro conocimiento de Dios como centro del universo, ¿no es justo afirmar que el mal existe cuando los hombres se colocan a si mismos en el lugar de este Centro?

Si el hombre se niega a reconocer la necesidad de un mundo que tenga a Dios en su centro, este hombre se traiciona a si mismo y traiciona también al universo del que forma parte[35].

Cuando los religiosos rehusan buscar a Dios en todas las cosas, ¿acaso no es verdad que ellos se rinden al mal en el sentido "último", es decir, en el sentido más amplio?

Cuando el hombre opta por si mismo, experimenta el vacío y el mal: inmediatamente se pone en contraste con cualquier realidad posible o concebible, en una palabra, se pone contra Dios.

El mal prefiere la no realidad del universo y la no realidad de la vida misma: limita toda la realidad a una pequeña y efímera porción de esa vida que el hombre llama suya.

El mal crea una diferencia enorme e inconcebible con respecto al "todo" del que el individuo forma parte. El mal es exageración, deformación grotesca y egoísmo. Una cosa es decir que el hombre es el centro del universo y que Dios es el centro del hombre[36], y otra afirmar que el hombre, despojado de sus verdaderos valores, es el centro de todo. La paradoja de lo que hemos llamado mal "último" está precisamente en esto: un hombre vaciado de su centro, que pretende ser él mismo el centro[37].

Cuando consideramos el mal como un ponerse a si mismo en el centro de todo, a pesar de nuestra enorme pobreza, en ese momento hacemos del mal una fuente de vicio y de malicia, más aún, una fuente de innumerables acciones pecaminosas y de verdaderas traiciones. Este mal puede ser también fuente de actitudes aparentemente "inocentes" y de obras que quieren aparecer como piadosas. Así como el mal es lo contrario del bien, y el mal en el centro del "yo" es lo contrario del bien en el centro del hombre, así el vicio es lo contrario de la virtud, la malicia lo contrario de la bondad y el pecado lo contrario de la obediencia a la voluntad de Dios que está esculpida en todos los seres humanos. El mal no existiría si no existiera esa pobreza que va del brazo con el individuo lleno de si mismo. El mal es justamente esa pobreza, ese "vacío".

 Si el mal no existiera en nosotros, tampoco el vicio existiría, porque el vicio no es más que esa inclinación y esa tendencia que sentimos de permanecer "vacíos". Pero poniendo a un lado el vicio, cae también la malicia, porque la malicia no es sino esa actitud que tenemos de dar preferencia a las cosas menos buenas, en lugar de escoger las más buenas; de dar preferencia a las cosas temporales y efímeras, en lugar de optar por las cosas espirituales y duraderas; de preferir los bienes de este mundo, en lugar de los bienes divinos.

Quitemos la malicia de nuestros corazones y desaparecerá pecado, porque el pecado se realiza dentro de nosotros y una opción responsable, basada en la bien conocida malicia un bien menor a un bien mayor.

Sería tildado de traidor quien osara oponerse al que sitúa un "yo" vacío y estéril en el centro del universo, aunque en realidad la auténtica traición del "yo" consiste en situar ese "yo" en el centro de todas las cosas. Es una paradoja, pero en la práctica puede resultar fácil el que la pobreza interior se sienta a gusto junto a la malicia, a los vicios y a los pecados que existen dentro de nosotros.

Precisamente por el hecho de que estas cosas existen dentro de nosotros, nos sentimos impulsados a identificarnos con ellas. Es suficiente que alguien juzgue como un mal esta pobreza interior nuestra, o que se tome como pecado ese replegarnos dentro de nosotros mismos, para que inmediatamente nos sintamos amenazados.

Por el contrario, nos sentimos tranquilos cuando se nos llama a ser más buenos, a vivir en comunión con 1os demás, a amarnos recíprocamente como Dios nos ha amado, a realizar, o por lo menos a esforzarnos por realizar, esa plenitud de felicidad que en nuestra vida se alcanza con fatiga, gradualmente, pero que es el signo más auténtico de la verdad del Evangelio.

Sin embargo, un llamamiento a una mayor bondad, a ejercitar una virtud más heroica, no es una traición. Como cualquier otro traidor, Judas trató de asesinar para todos nosotros al verdadero Centro del universo, y quiso poner, como acostumbramos hacer todos nosotros, la pobreza del asesino en el centro de las cosas. Pero ningún "asesino" puede ser "centro", por la simple razón de que a un asesino se le encierra en la cárcel, o en una celda de aislamiento, o se le condena a un tipo de muerte en el que no existe esperanza de resurrección. Como traidor, Judas ha ocupado el primer plano de la historia, durante los dos últimos milenios, pero como persona, como hombre, ha pasado desapercibido para todos, excepto para Cristo. No fue nunca centro para nadie, lo fue sólo para quienes se identificaron con él en el esfuerzo loco, y a la vez inútil, de vaciar el universo de su centro auténtico.

He dicho más arriba, que se puede considerar el mal desde dos puntos de vista. El primero es el que hemos llamado la "razón de ser" o el centro "último" de la realidad. El segundo es el que llamaremos "penúltimo", es decir, periférico o de "superficie" con respecto a la realidad.

Ciertamente, tenemos que tener en cuenta las culturas modernas, las tradiciones religiosas corrientes, las doctrinas, los códigos legales actuales, los reglamentos, etc., cosas todas que cambian a cada paso.

Después de todo, no hay que olvidar que el mal se produce siempre en determinadas situaciones existenciales. Empecemos pues, por el orden de cosas que han establecido los hombres, del cual el hombre mismo es el centro. El orden creado por el hombre tiende a ser rígido y determinado[38] y está en profundo contraste con el que Dios ha creado, caracterizado por la espontaneidad y la expansión. Analizando superficialmente las cosas, hay que decir que es un mal persistir en ciertas posiciones, continuar modos de vida o de pensamiento que ya han pasado, dar más importancia a un estilo de vida que a la vida misma.

Dios es Padre y quiere que nosotros seamos sus hijos, quiere que lleguemos a ser una sola cosa entre nosotros, como El y su Hijo son una sola cosa. Lamentablemente, estos hijos de Dios prefieren vivir en el mundo que ellos han creado, en donde se les acepta como centros que, aún no siendo auténticos, son útiles para el hombre y le dan una falsa seguridad a la que ya se ha acostumbrado.

Un centro es algo que sirve de "cohesión", que mantiene unidas las cosas que gravitan a su alrededor. El centro "último" es el que mantiene unido el universo en la comunión con el Cuerpo de Cristo. Del centro debería brotar la vida, así como del alma brota la vida para la persona humana. Por tanto, el centro "último" es aquel desde donde se deriva la plenitud de la vida para todos los miembros del Cuerpo Místico de Jesús.

Sin duda que existe una relación real entre superficie y centro, también en la vida existencial: el mal confunde estas dos cosas y el pecado entra en acción cuando se escoge el bien menor, que está en la periferia, en lugar de escoger el bien más auténtico, que se encuentra en el centro de la realidad.

Cuando los miembros de una Congregación Religiosa confunden lo que es marginal (periférico) en la vida consagrada con lo que es esencial (central), o cuando tienen la ilusión de poder establecer y hacer progresar la comunión basándola en cosas exteriores, en ese momento ellos hacen el "mal" y quizás hasta cometen el pecado.

En una comunidad religiosa como la indicada más arriba, las acciones, las palabras, las actitudes, las ideas, los estilos de vida, etc., tienen precedencia sobre la vida y sobre la persona humana, mientras es claro que la fuente y el centro de cualquier comunidad debe ser sólo Dios. Se mira al apostolado como a una fuente de unión y el resultado es que, muchas veces, se prefiere el servicio apostólico a la relación con Dios y con los Hermanos. Por el contrario, el servicio apostólico es fruto y no causa de nuestra unión con Dios y con los Hermanos. A veces sucede que, cosas que en sí mismas son "sagradas", como una pobreza austera, una ascética severa, la fidelidad a las prácticas de piedad, se convierten en el corazón mismo de la vida religiosa, en lugar de quedarse en la periferia. Por tanto, lo que sucede es que estos valores se transforman en centros no auténticos, se vuelven ídolos que los religiosos adoran en detrimento, quizás, de un verdadero compromiso en la caridad fraterna y de un auténtico impulso hacia Dios: de uno de esos impulsos que han sido el origen mismo de la fundación de nuestros Institutos Religiosos.

No es fácil descubrir a Dios en el centro de la propia vida y de la comunidad.

Un religioso que se haya construido falsos "centros", pasa mayor trabajo para deshacerse y purificarse de todos los males, si quiere realmente descubrir a Dios en todas las cosas.

Existe un campo en nuestra vida religiosa, en el que las cosas marginales, la "superficie", como lo hemos llamado, es decir, lo "penúltimo", cede el paso al centro auténtico de nuestro ser, es decir, a lo "último". Este es el campo de nuestras relaciones con la comunidad y con los demás religiosos.

Cuando una persona está vacía por dentro, no puede ofrecer más que exterioridad en su vida religiosa. Lo que se ve de esta persona son sus acciones, no su alma. A lo sumo, hablando a nivel humano, un hombre de este tipo podrá encontrar satisfacción en que' los demás le aprueben un trabajo bien hecho. Pero esta aprobación humana es, en el mejor de los casos, un bien efímero. No obstante, siendo, al fin y al cabo, un bien, existe el peligro de que esta persona no se sienta nunca satisfecha del mismo.

Cuando todo lo que una comunidad puede ofrecer a sus miembros es sólo la aprobación, se corre el peligro de lanzarse hacia una actividad frenética. Nos desgastamos, quemamos etapas antes de tiempo, para caer a menudo en una pasividad despojada de toda esperanza. Y después, al faltar la "recompensa", buscamos substitutivos para las realidades más profundas de nuestra vida afectiva.

Los miembros de la comunidad se parecen entonces a los barcos que, en los días de densa niebla, se cruzan sin llegar siquiera a verse. Ninguno tiene el valor de hacer al otro una pregunta comprometida, porque ninguno ha aprendido a dar una respuesta auténticamente personal.

En la medida en que el otro se niega a halagar mi "yo", un "yo" vacío y estéril, ese otro es juzgado y acusado de haber pecado contra el "yo". Pero en realidad lo que exigimos del otro es que halague nuestro "yo".

En el sentido que hemos llamado "penúltimo", el pecado no es sino el encuentro del "yo" vacío y estéril, con otro "yo" igualmente vacío y estéril.

Hemos dado importancia a las cosas marginales y de este modo la hemos quitado al pecado y, junto con él, a la redención y a la creación.

Tomemos, por ejemplo, la caridad, la más profunda entre todas las virtudes y la fuente de toda la vida: ella se opone directamente al mal radical.

Según están las cosas en muchas comunidades hoy día, los religiosos tienen mayor conciencia de su falta de caridad en palabras y obras (ordinariamente pecados veniales), que del hecho de que, a causa de esas faltas, pueden realmente destruir esa comunidad, que se sostiene sobre el amor fraternal. Es una cosa triste, pero es así: el mal que habita en nosotros mismos, en nuestro ser más profundo, es el manantial de muchas palabras y de muchas acciones en contra de la caridad.

Sin duda que nuestros pecados pueden ser monstruosos, pero no son sólo ni deben limitarse al contexto que hemos llamado "penúltimo". Su monstruosidad consiste precisamente en la violación del centro "último" de la persona humana, ya sea que se trate de nosotros, ya sea de los demás. La verdadera malicia de este tipo de pecado, no está en el hecho de negar la centralidad de mi "yo" o la del "yo" de los demás, sino en negar la centralidad de Dios en ambos.

Judas trató de privar a los hombres de Cristo, pero entregándolo a la muerte mató también el pecado.

Cuando mató al Hijo de Dios, el mal perdió su poder de destruir la centralidad de Dios. En su resurrección, Jesús se convirtió en el centro unificador de todos nosotros y nos "atrajo a todos a sí"[39].

Esta es la potencia de Dios: ¡todo el resto es debilidad!

Mostrarse débiles ante la potencia de Dios para librarse de la muerte, es debilidad. Temer a Dios y a los demás, es una debilidad, y esta debilidad se manifiesta claramente cuando escogemos el aislamiento y la soledad, es decir, la vida "menos abundante". Nos hace falta toda la potencia de Dios para poder vivir de verdad la "vida más abundante". Ir viviendo así, superficialmente, puede, aunque sea aparentemente, dar la impresión de discreción; pero en realidad se trata de pobreza y de debilidad que no resisten el parangón con una vida vivida en unión con el centro de cada cosa. Vivir esta unión con Dios, que es bondad infinita, es caminar hacia esa comunión que refleja la del Padre con el Hijo.

Confío, queridos Hermanos, en que reflexionaremos a fondo sobre el mal que tenemos dentro de nosotros mismos. Es en el contexto de nuestra pobreza interior y de nuestra malicia, donde hemos sido llamados a la plenitud de vida y a la abundancia de la filiación divina. Más aún, diría que es precisamente por eso, por lo que hemos sido llamados.

Sólo Dios puede reunir a todos sus hijos en una familia única.

Hacerse la ilusión de que el mal no existe dentro de nosotros, de que no somos propensos a cometerlo, significaría negar que somos hijos de Dios. En efecto, Dios fue atraído hacia el hombre precisamente porque descubrió en nosotros esa capacidad de mal, de vicio y de pecado. Sin embargo, aún antes de redimimos de este estado, Dios nos veía "buenos", Parecería una paradoja afirmar que nos redimió porque éramos "buenos" y, al mismo tiempo, porque éramos "malos".

Negar una u otra de estas dos realidades, sería un verdadero pecado.

Queridos Hermanos, hijos de San Juan de Dios, el mal existe en nosotros: este mal nos lleva a preocuparnos por cosas marginales, por la "superficie" de la realidad, haciendo que nos olvidemos de lo esencial, es decir, del "centro". Da lo mismo que sea la "superficie" de la Iglesia, o de la Orden, o de nuestra Provincia, o de nuestros Hermanos, la que nos preocupa: esto siempre es un mal, porque actuando de este modo, preferimos un bien menor a un bien mayor, preferimos lo que está en la superficie a lo que está en el fondo. Si nos quedamos en esta actitud, no alcanzaremos nunca la plenitud de nuestro ser, la totalidad de la bondad y de la felicidad que Dios ha preparado para nosotros[40].

 

 

Pero estemos atentos para no fijamos en este bien "profundo" de manera demasiado abstracta. Para salir al paso de este inconveniente, quisiera hablaros un poco de los siete pecados capitales, que son los compañeros de viaje de este mal. Ellos son la fuente, la "cabeza" ("caput" en latín, de donde viene "capital") de todos nuestros pecados. Nuestra impotencia delante de Dios la experimentamos precisamente en estas múltiples capacidades que tenemos de destruir, dentro del universo, esa unidad que Dios desea establecer. Pero, aunque somos débiles e impotentes, Dios Padre nos ha dado la posibilidad de participar con El en la creación de esta comunión.

Vicios capitales, es decir, la base; vicios principales, es decir, radicales: todo nos explica el repetido esfuerzo del hombre para destruir el orden del universo, que encuentra en Dios su centro. Pero la muerte de Cristo y su resurrección nos han vaciado, por decirlo así, del poder de ponemos como centro de las cosas, para satisfacer nuestras exigencias egoístas. ¿Cómo podemos, pues, privar hoya Dios de su poder, ponernos en su puesto? ¿Qué poder tenemos a nuestra disposición? ¿Cómo y dónde lograremos hacerlo? ¿Con quién lo haremos?

 

A) EL VICIO DE LA SOBERBIA

 

El orgullo, que pone el "yo" por encima de todo, incluso de Dios, es la raíz de todos los vicios y de todos los pecados.

¿Es posible que el orgullo tenga un significado diferente en un mundo como el nuestro, excesivamente secularizado, un mundo vacío de Dios e impregnado de materialismo? ¿Cómo se explica el hecho de que el orgullo pueda separamos a los unos de los otros? ¿Cómo es posible que un vicio, que se encuentra en la profundidad de nuestro subconsciente, pueda volverse parte de la conciencia de nuestro "yo"?

El orgullo que nos domina es de dos tipos: el uno es personal, el otro es comunitario.

 

1. - Orgullo personal:

El orgulloso no tiene ningún sentido del valor último del "yo" en el universo, cuyo centro es Dios. Por consiguiente, no logra centrarse ni en Dios, ni en su hermano, cuyo centro es Dios. De hecho, en la profundidad de su alma, no siente ninguna necesidad, ni de Dios ni del hermano. No es capaz siquiera de responder a la necesidad de intimidad que existe en el corazón de su hermano.

El orgulloso no sabe reconocerse como "parte" del universo, porque su pasión lo hace centro de la realidad, no partícipe de ella. En un primer momento se negará a reconocerse criatura de Dios y el paso siguiente será el de negarse a admitir que exista un valor en el hecho de ser tal criatura de Dios y que valga la pena de serlo. Es paradójico que el orgulloso pueda proclamar la centralidad en el momento mismo en que rechaza el valor de la creación, que pueda alabar su significado mientras acepta una absurdidad, y que pueda exaltar la unión al mismo tiempo que provoca la división.

Con el orgullo el hombre se sitúa por encima y por fuera de la voluntad de Dios. El deseo del Padre es que nosotros vivamos nuestra vida íntima a través del Espíritu, y que su ley de amor y de comunión sea escrita en nuestros corazones. Su voluntad es que lleguemos a un nivel de perfección que sobrepasa cualquier imaginación[41] y que nos acerca incluso a la de los ángeles[42]. Dios quiere que seamos sus hijos, y pata que lleguemos a serlo, es decir, para ser plenamente felices, aún en el sentido humano de la palabra, El hará cualquier cosa. Nos facilita el camino, y cuando surgen dificultades, nos ayuda a superarlas, prodigándose con su fuerza y con gracias especiales. Cierto que la Ley Antigua era dura, a tal punto que por ella el pecado abundaba[43], pero no es así con la Ley Nueva. Jesús nos ha dicho: "mi yugo es suave y mi carga ligera"[44].

Para rechazar a Dios, que se encuentra en el centro de su ser, el hombre debe ser empujado por un vicio fundamental o por un pecado que lo corroe en profundidad. ¿Cómo es posible que el hombre prefiera el bien limitado que existe en su "yo" humano, amasado de pobreza, a un bien infinitamente superior que le viene del hecho de ser una misma cosa con Dios? ¡Es absurdo el solo hecho de pensarlo! Sólo un ser corrompido radicalmente puede engañarse hasta el punto de considerarse a sí mismo fuente de dones superiores a los que le vienen de Dios. Sólo un ser ciego, que obstinadamente se niega a admitir la realidad de que todo es don de Dios, puede pensar que es capaz de tanto; Pero para llegar hasta este punto, el hombre debe ser antes esclavo de una pasión terrible: ¡el orgullo!

En el momento en que se rechaza a Dios y se niega su voluntad de hacer plenamente feliz al hombre, el camino queda libre para cualquier abuso. Cuando el "yo" y su centralidad se convierten en el principio que guía nuestra vida, el asentimiento a la voluntad de Dios queda basado sólo en palabras. Y está claro que de esta fuente pueden brotar todo tipo de vicios y pecados.

Rechazado el principio de que nuestra grandeza se basa precisamente en el hecho de ser hijos de Dios, y una vez negado "el camino más excelente"[45], es lógico que nos afanemos en sustituir este valor fundamental con otras formas de grandeza y excelencia (es decir, con nuestro "yo"). Pero también es lógico que desencadenemos una infinita variedad de males. Todos estos males, y naturalmente sus raíces, disminuyen al hombre, lo dejan vacío, y lo convierten en un absurdo digno de piedad. En último término y en síntesis, el orgulloso no hace más que producir el mal. Destruye 'todo lo que toca. Con su soberbia, desprecia al hermano, no logra nunca admitir que se ha equivocado y rechaza cualquier responsabilidad en el mal que hace.

Su libertad degenera en libertinaje, su "humanidad" en obstinación. Está tan endurecido en su pecado que, cualquier acción que cumpla, implica un desprecio hacia Dios. Y a menudo todos estos actos los lleva a cabo porque ¡se siente iluminado y va buscando el bien! No es raro que esta persona pueda ser un religioso que cumple “a la letra" todas las reglas y toda la ley de Dios, pero que se olvida de aquel "único necesario" que está escrito en su corazón.

Como General vuestro, me he visto obligado a plantearme estos problemas. A menudo me he encontrado frente a la necesidad de preguntarme si me considero o no como el centro de nuestra Orden, como ese "algo" que la ha de mantener unida, esa persona que ha recibido el mandato de representar a Cristo en el corazón de nuestro Instituto. Tengo la esperanza de que todos los Provinciales y todos los Superiores locales se hagan con franqueza esta misma pregunta. A los superiores les toca a menudo tomar las decisiones finales, pero esto no justifica de ninguna manera el ceder a la tentación de considerarse como la "realidad última". Muchos de nuestros Hermanos consideran al Superior como el centro del universo y esto alimenta el orgullo de los unos y del otro.

Si esto sucediera alguna vez, es deber del Superior saber adoptar él mismo y hacer adoptar al Hermano la postura justa. Son los tiranos de los pueblos los que creen poseer el poder absoluto, pero actuando en esa línea traicionan a Dios y a su prójimo.

Jesús, en cambio, afirmó que quienes ejercen la autoridad tienen que aprender a servir[46]. Por este mismo motivo, Nuestro Señor; que de hecho es el centro del universo, se hizo siervo de todos nosotros[47], y también pienso que esta fue la razón por la que Jesús lavó los pies a los apóstoles. Lavó también los de Judas, quien de hecho no logró nunca destruir el amor y el respeto que Cristo le tenía[48]. Frente al amor de Jesucristo, el orgullo es debilidad.

Dije más arriba que el orgullo provoca divisiones. Con el orgullo, en efecto, traicionamos a los hermanos, como Judas traicionó a su Hermano, el Hijo de Dios.

Cuando un General o un Provincial prestan oídos a quien se queja de ciertas debilidades superficiales que se notan en los Hermanos y toman decisiones basados en esas quejas, ¿acaso no es verdad que, actuando de este modo, contribuyen a sembrar la división en la comunidad y que actúan llevados por el orgullo? ¿No sería mejor que, el Hermano que viene a quejarse, fuera ayudado a descubrir la bondad interior que se encuentra en el otro, y a ver en él la presencia de Cristo? Nuestro Señor siempre tiende a fijarse en lo que hay de bueno y de bello en el otro, en tanto que trata de pasar por alto lo que encuentra de desagradable y repugnante en los demás, máxime cuando se trata de cosas superficiales.

¿Sería pedir demasiado el invitar a los Provinciales y Superiores locales a exigir que estas quejas se hagan en presencia de las personas interesadas? Cuando un Hermano habla mal de otro, ¿no es verdad que obrando así lo rebaja, al mismo tiempo que se exalta a sí mismo? ¿Y qué cosa es esto sino soberbia? Cuando los Superiores se prestan a ciertas cosas, se hacen cómplices del mismo vicio.

Un Hermano que, por orgullo, rebaja a otro Hermano, le quita un valor que le pertenece con pleno derecho: su buen nombre. Robar a un Hermano su buen nombre, la honra que se le debe, la buena reputación que le pertenece, ¿no es quizás mucho más grave que robarle bienes exteriores? Si los Superiores toman parte en este "robo", deben devolver lo que han quitado, si quieren que se les perdone su pecado.

A veces ocurre que de estas "calumnias y denigraciones" se tiene una relación por escrito: esto es una rapiña y una degradación del otro.

En cada comunidad religiosa, los Superiores deben tomar todos los días decisiones de carácter administrativo. Dígase lo mismo del General de la Orden.

Existe el peligro de que nuestro trabajo administrativo o de dirección se convierta en una verdadera evasión de lo "único necesario"[49], es decir, de nuestro deber de conducir a los Hermanos a ese amor recíproco, que refleja el amor del Padre y del Hijo. Bajo esta nuestra excesiva preocupación administrativa puede esconderse un cierto orgullo, muy peculiar de nosotros los Superiores.

Nunca disminuiremos al otro si somos comprensivos con él en un error en el que quizás nunca caeremos nosotros mismos, pero sin duda "disminuimos" nuestras casas, nuestras Provincias y nuestra Orden cuando cometemos el error más grande de todos, es decir, el de no preocuparnos por la única cosa que verdaderamente importa.

¿Podemos decir con toda honradez que yo, como General, y que vosotros, como Provinciales y Priores, somos verdaderamente personas deseosas de convertirnos en auténticos dirigentes cristianos? Y si queremos ser dirigentes en lugar de administradores, ¿sabemos con claridad hacia dónde queremos guiar a nuestros Hermanos? Sencillamente, yo, como General vuestro, y vosotros, como Provinciales y Superiores locales, ¿hemos puesto el papel de dirigentes como base de nuestra autoridad? ¿Cómo saber si esto es realmente verdadero? Si pasamos la mayor parte de nuestro tiempo distraídos por una gran cantidad de asuntos, Jesús tendrá que dirigirnos esas palabras que dijo a Marta: "Marta, Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada"[50].

Pienso si podré parecer injusto cuando me pregunto a mí mismo y a los superiores mayores de nuestra Orden lo siguiente: ¿Acaso no es verdad que a menudo actuamos por orgullo y que creamos un falso centro con nuestro pecado de omisión, cuando nos dejamos absorber por todo, descuidando lo "único necesario"?

Por consiguiente, ¿cuáles son las cosas de las que nos preocupamos nosotros, los Superiores, y nuestros Hermanos, y en las que se descubre una prueba evidente y dolorosa del orgullo? Nos preocupamos por asuntos jurídicos, nos interesamos más por la letra que por el espíritu de las cosas. Perdemos horas y horas discutiendo sobre las estructuras jurídicas de la comunidad y de nuestros mismos votos. Ponemos la atención en la observancia exterior de nuestros Directorios Provinciales, aunque Jesús nos dio un mandato distinto: "Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis; porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido"[51].

En la práctica, cuanto más nos afanamos por estas cosas, más hacemos ver equivocadamente a nuestros Hermanos que somos nosotros el centro de todo y que nos toca a nosotros cuidar de ellos, siendo así que nuestro papel es el de conducidos al Padre, que es quien realmente se cuida de todos nosotros.

Queridos Hermanos, cuando fui elegido General no fue en base al amor cristiano. ¿Quién me dio su voto porque me amaba? También vosotros, si miráis honradamente a vuestro interior, veréis que poderos aplicaros este mismo principio. Por consiguiente, si el motivo de nuestra elección no fue el amor, es muy improbable que quienes nos han escogido esperaran que nosotros guiáramos a los Hermanos al amor recíproco. Entonces, ¿qué careta nos hemos puesto, qué engaño hemos perpetrado, si al elegimos, nuestros Hermanos no lo hicieron con el convencimiento de que llevaríamos a cabo lo "único necesario", sino quizás exactamente por el motivo contrario, porque estaban convencidos de que no nos preocuparíamos de eso? ¿Puede un buen Superior mayor, cuyo empeño debe ser el de llevar a los Hermanos a la unión con el Centro del universo, puede un buen Superior mayor, repito, continuar llevando una máscara y perpetrando ese engaño, que nuestra Iglesia, en el Decreto "Perfectae Caritatis" nos ha pedido quitamos de una vez para siempre? La humildad es la verdad: los humildes no llevan máscaras para esconder el bien o el mal.

Queridos Hermanos, todos nosotros estamos ocupadísimos con innumerables detalles administrativos y de dirección; sin embargo quisiera atraer vuestra atención sobre otra preocupación, otra angustia. Estoy convencido de que todos nosotros, Superiores y Hermanos, estamos demasiado ocupados, mejor dicho, preocupados, por los Hermanos "problemáticos" que nos rodean. Pero quizás, en el fondo, es el orgullo el que nos impulsa a dedicar tanto tiempo a estos individuos y tan poco tiempo a los Hermanos "buenos", para guiados hacia una mayor comunión con cada miembro de la comunidad. ¿No podría darse el caso de que una de las "máscaras" de los superiores mayores sea precisamente esta convicción de tener en sus manos la clave para resolver todos los problemas? Nuestra verdadera tarea, como Superiores mayores, es otra: la de ayudar a nuestros Hermanos a alcanzar la unión con Dios, con el Fundador y con cada miembro de la comunidad. Es verdad que en todas las casas existen problemas, pero debemos convencemos de que no tenemos ni la capacidad ni la vocación para resolverlos todos. Los dirigentes realmente maduros, responsables y preparados utilizan expertos externos, porque tienen la suficiente humildad para reconocer sus propios límites.

Lo que Jesús dijo de la oveja perdida es sin duda verdadero. Es ciertamente cristiano "abandonar las noventa y nueve en el desierto e ir en busca de la que se perdió, hasta encontrarla"[52]. Pero la oveja perdida y el hijo pródigo (del que se habla en el mismo capítulo), no son sólo individuos "problemáticos", sino sobre todo Hermanos nuestros que necesitan arrepentimiento y reconciliación. Las noventa y nueve, viven en verdadera comunión las unas con las otras; la que se perdió, es el Hermano que nunca ha experimentado la unión en el seno de la comunidad.

Sin embargo, podréis decir: ¿Pero es verdad que el noventa y nueve por ciento vive una vida profunda de comunión? ¿O es sólo un cincuenta por ciento? ¿O apenas el dos por ciento?

No nos expongamos al pecado de orgullo identificando a los Hermanos "problemáticos" con la oveja perdida. No nos expongamos a desilusiones, convenciéndonos quizás de que somos el "buen pastor", porque pasamos el tiempo preocupándonos de estos "problemas", descuidando tal vez la única cosa que es verdaderamente importante[53].

Cada vez que nos ponemos por encima del bien que somos en realidad, para dirigirnos hacia bienes menores y alejados de los mayores (es decir, cuando nos volvemos hacia nosotros mismos, alejándonos de Dios), creamos un vacío y elevamos nuestro "yo", pobre y superficial, por encima de Dios mismo.

Quien conoce perfectamente la vida cristiana, sabe muy bien que cada individuo y cada comunidad debe pasar a través del duro camino de la renovación. San Juan de la Cruz llama a estas tres etapas: vía purgativa, vía iluminativa y vía unitiva. Según este mismo santo y Santa Teresa de Jesús, el alma no necesita terminar una etapa antes de pasar a la siguiente.

Nosotros empezamos ahora nuestro proceso de renovación: si no estamos dispuestos a enfrentarnos con nuestro orgullo y a admitir el poderío tremendo que este vicio ejerce en nosotros y en los demás, y si no nos decidimos a purificarnos de él, no emprenderemos nunca el verdadero camino hacia la renovación.

Os pido que no os dejéis atemorizar por las exigencias de esta purificación.

El orgullo es uno de los vicios más peligrosos porque nos aleja del manantial de toda bondad y de toda felicidad.

Dediquémonos enteramente a la unión y nuestra alegría se desbordará[54].

 

 

 

2. - Orgullo comunitario:

Queridos Hermanos, quienes de nosotros estén preocupados de si mismos y de la impresión que pueden causar en los demás Hermanos, encontrarán muy difícil reflexionar sobre esos dos problemas de los que he hablado antes: el problema del mal y de la malicia que se encuentran en el centro de nuestro ser, y el problema del orgullo en su dimensión personal.

Del mismo modo, quienes de nosotros se preocupen por la Orden y por la idea que el mundo puede tener de ella, encontrarán dificultad en reflexionar sobre la otra dimensión del orgullo, la dimensión comunitaria.

Es natural que todos nosotros nos sintamos, en un cierto sentido, orgullosos de pertenecer a la Orden. También es bueno sentirse orgullosos de la Orden como tal.

Por mi parte, me siento orgulloso de pertenecer a la Orden fundada por San Juan de Dios, y la considero un tesoro de inmenso valor en la Iglesia[55].

Pero existe una diferencia de fondo entre este tipo de orgullo y ese otro que, en cierto sentido, pondría a la Orden en el centro de todo.

Como en el caso del orgullo personal, así también en el orgullo colectivo, el vicio se alberga en lo íntimo de nuestro ser, en esa parte que Freud llamaría el "subconsciente". Nuestra tarea ahora es la de reflexionar sobre este subconsciente, sobre esta alma "colectiva". Haciendo esto, sacamos a la superficie, o sea a nivel consciente, las cosas de las que raramente tenemos conciencia.

Pienso que el mejor modo de proceder es el de plantearse algunos problemas los mismos que se me presentan a la mente cuando reflexiono sobre la Orden en el contexto del vicio capital del orgullo.

Sé muy bien que no es una tarea placentera y estoy seguro de que vosotros pensáis lo mismo. Pero si queremos progresar en el camina de la renovación, tenemos que empezar por la vía purgativa; no podemos eludirla.

Quiero plantear el problema en forma de dilemas, que son comunes a todas las instituciones.

 

- Dilema Institucional: el individuo de cara a la institución.

Este primer problema se refiere a la opción entre apostolado privado (del individuo) y apostolado institucional. Si decidimos, en cuanto comunidad, salvaguardar al individuo con sus exigencias, debemos sacrificar las grandes instituciones y perder nuestra identidad comunitaria.

En este caso la Orden está destinada a desaparecer en breve tiempo.

Si, por el contrario, escogemos la otra cara de la medalla, es decir, continuar con las grandes instituciones, sucederá que los Hermanos se encontrarán presos, por decirlo así, en las numerosas actividades inherentes a estas instituciones, Y también en este caso la Orden está destinada a perecer.

En todo caso, lo que hay que evitar es tomar decisiones para resolver el problema, dictadas por el orgullo institucional.

Hay también una tercera solución, que yo llamaría pseudosolución. Podemos seguir existiendo como Orden, si logramos formar Hermanos que se sientan dispuestos a aceptar la "misión" de insertarse, ya sea en apostolados personales, ya sea en las grandes obras institucionales. Los Hermanos se convierten así en el centro unificador de apostolados radicalmente opuestos. Examinando superficialmente el argumento, parece tener su lógica; pero si lo examinamos a la luz de la fe, vemos que se trata sencillamente de una utopía. Es verdad que la comunidad en cuanto tal tiene su belleza y su valor intrínseco, pero si queremos ser honrados, ¿qué diferencia habría entonces entre nosotros y cualquier otro grupo que opera en el mundo?

Sólo los que actúan guiados por el orgullo de grupo pueden llegar a la conclusión de que lo que importa es mantener la comunidad, cueste lo que cueste, ya que la comunidad se sitúa en el centro de todo. Pero en la práctica, la precariedad de este nuevo tipo de comunidad está destinada a provocar un dilema aún más trágico.

El dilema que mencionábamos más arriba, se puede expresar, más o menos, de este modo: o permitir a los Hermanos insertarse en apostolados subjetivos, escogidos personalmente, con el riesgo de perderlos para la institución; o perderlos como personas auténticas al tener que vivir en el seno de las grandes instituciones comunitarias.

 

El dilema del que hablábamos en segundo lugar, es el dilema "comunitario", y la alternativa que se propone es la siguiente: ¿Mejorar la comunidad cuyas energías están todas dirigidas hacia el, interior de la misma, o mejorar la comunidad cuyas energías están todas dirigidas hacia el exterior de ella, tratando en uno y otro caso de salvaguardar la integridad de la comunidad? En el primer caso tenemos una comunidad en la que los Hermanos se preocupan sólo por si mismos; en el segundo, tenemos una comunidad en la que los Hermanos se preocupan sólo por los que ellos sirven.

Si escogemos ocuparnos de la primera de las alternativas, es decir, de la comunidad que llamaremos "introvertida", no se nos escapa el peligro de esterilidad, sofocamiento y muerte. Si optamos por la segunda alternativa, es decir, la comunidad "extrovertida", vemos el peligro de que los Hermanos terminen "quemados" por su misma actividad apostólica, quedando estériles sus esfuerzos: también en este caso la comunidad está condenada a muerte.

Es verdad que al hombre "razonable" ambas soluciones le pueden parecer plausibles, pero al hombre "de fe" se le presentan claramente como frutos del "orgullo institucional". Ninguna comunidad totalmente "introvertida" o totalmente "extrovertida" puede esperar permanecer en vida. La existencia y la comunión, no lo olvidemos nunca, son la misma cosa. La comunión entre los Hermanos no puede ser fin en sí misma, ni tampoco puede ser el resultado de un proyecto apostólico común.

¿Qué nos dice, pues, la fe acerca de nuestra comunidad? El orgullo es la antítesis de la fe. El orgullo crea falsos puntos céntricos que, por su intrínseca debilidad, se vuelven factores de división. La única comunidad, la única fraternidad, que puede esperar sobrevivir, crecer dinámicamente, realizarse, aún en el plano humano, y producir frutos apostólicos, es la comunidad y la fraternidad que pone a Dios. y sólo a Dios, en el centro de todo.

Sería absurdo afirmar que la renovación es el centro de nuestra vida: pensar esto significaría hacer de la renovación un ídolo. Sería también absurdo hacer de la comunidad renovada el centro de nuestra vida. Actuar de este modo significaría crear una falsa divinidad.

Cada Hermano debe esforzarse por poner a Dios en el centro de sí mismo, y luego, debe descubrir a Dios en el centro de su comunidad. En la medida en que esto se realice, la integridad personal de cada uno y la comunión de cada comunidad se volverán verdaderas realidades.

Ya dije antes que Dios no habita en la periferia de las cosas, sino en su propio centro. Más aún, Dios es el centro de las cosas. Es fácil hablar de Dios, trabajar por El, revestirse, por decido así, de sus hábitos, y sin embargo seguir viviendo en la superficie de las cosas, con el peligro de desaparecer de un momento a otro. El orgullo institucional, incluso en nuestro esfuerzo de renovación, no es una respuesta al problema.

La única respuesta es encontrar a Dios en el centro de las cosas y redescubrirlo como centro de toda realidad. Renovarnos significa arrancar de nosotros esa tendencia al mal y a la superficialidad que nos viene del vicio del orgullo. Significa revivir, a través de la virtud de la fe, nuestro descubrimiento de Dios en el centro de todas las cosas, y de este modo realizar la plenitud y la felicidad completas de nuestro ser.

Al final de este discurso se encontrará un esquema que explica el dilema del que hemos hablado.

 

- Dilema del Crecimiento: inmovilidad y dinamismo.

Un religioso, una comunidad o una Provincia que se declaren convencidos del valor absoluto de nuestras actuales formas de existencia, no lo hacen bajo el influjo de la fe, sino del orgullo. Lo mismo, un religioso, una comunidad o una Provincia que juzguen sin valor, y por lo mismo digno de un cambio radical, lo que se hizo en el pasado, actuarían también por orgullo y no ciertamente a la luz de la fe.

Este dilema existe en la Orden y para nosotros, superiores mayores, constituye un problema: ¿Cómo afrontarlo? Si decidimos que no hay que cambiar nada, ponemos el "statu qua" como centro de nuestro mundo, en lugar de poner a Dios como corresponde. Si nos inclinamos a cambiarlo todo, ponemos la adaptación y el cambio en el corazón de la realidad, en lugar de poner a Dios. Entonces, qué hacer? Nuestra tarea, como religiosos y superiores mayores, es la de examinar, tanto lo viejo como lo nuevo, a la luz del Evangelio, de la vida de San Juan de Dios, de los religiosos que forman nuestra Orden, de los signos de los tiempos. Lo "viejo" tiene valor cuando tiene a Dios como centro de su realidad. Dígase lo mismo de lo "nuevo". El orgullo comunitario, incapaz de descubrir la centralidad de Dios, intentará causar en la Orden una fractura entre quienes han hecho un dios de las cosas antiguas y los que han hecho un dios de las cosas nuevas.

Es inútil decir que en ambos casos se trata de una verdadera idolatría: cada una de las partes se obstina en creer que sus caminos son los caminos de Dios. Pero el VaticanoII, en el "Perfectae caritatis" y en la "Gaudium et Spes", nos ha enseñado claramente dos cosas: la primera, que la renovación del espíritu y del carisma significa descubrir a Dios en el centro de toda realidad; la segunda, que debemos adaptar este espíritu renovado a los signos de los tiempos.

Sólo en un segundo momento, o sea después de haber redescubierto a Dios y su centralidad, hay que proceder a la adaptación de nuestro crecimiento comunitario en el Espíritu y de nuestro servicio apostólico.

Muchas comunidades religiosas, incluida la nuestra, han hecho serios esfuerzos por adaptarse a los signos de los tiempos, pero sólo superficialmente. En la "Gaudium et Spes", los signos de los tiempos son vistos como realidades 'interiores y como conflictos. Por tanto, la actualización requerida debe dirigirse al corazón de los hermanos que viven en comunión, más que hacia sus acciones externas.

Hermanos míos, que ninguno de nosotros tenga el valor de afirmar que Cristo está con nosotros, en este nuestro camino de renovación, si Dios, su Padre, no está claramente en el centro del mismo.

Pero ¿cómo puede un Hermano saber que Dios está verdaderamente en él mismo y en su comunidad, como centro de toda realidad?

Ante todo es necesario sofocar el orgullo, personal o comunitario, con la virtud de la humildad. Haciendo esto, él descubrirá su insuficiencia y la de su comunidad, para ser centro último de las cosas. Descubrirá también la grandeza y magnificencia de Dios, que es el único centro auténtico. En fin, descubrirá que, tanto en sí mismo como en la comunidad, existe una gran bondad y la posibilidad de realizar, en comunión con Dios, una auténtica renovación.

San Pablo nos enseña también otros caminos para discernir la presencia del Espíritu Santo en medio de nosotros: por ejemplo, Dios se revela a través de sus frutos y de sus dones. Antes de arriesgarnos a leer los signos interiores de los tiempos, aprendamos a discernir la presencia del Espíritu Santo. Lo lograremos sólo en un contexto de oración y de reflexión comunitaria. En esta atmósfera, los Hermanos logran comunicarse mutuamente, ya sea la presencia ya sea la ausencia, de estos frutos y de estos dones del Espíritu. Pero estemos atentos a no engañarnos en este proceso de discernimiento.

Si nos dejamos guiar por nuestro orgullo, podríamos hacer de estos dones y de estos frutos un uso fraudulento, superficial y equivocado. El criterio último de la presencia del Espíritu en nosotros mismos y en la comunidad es siempre el de la comunión que existe entre nosotros. Si esta comunión se parece a la que existe entre el Padre y el Hijo, los frutos y los dones que experimentamos son realmente los del Espíritu Santo.

 

- Dilema Moral: el espíritu y la letra en la ley.

Las respuestas a mi cuestionario y las varias síntesis de las Provincias, ponen de manifiesto que en la Orden, hoy día, existen dos fuerzas opuestas. Un gran número de Hermanos opina que en la base y en el centro de nuestro proceso de renovación deben ponerse las Constituciones, los Estatutos Generales y los Directorios Provinciales. En una palabra, ellos quieren volver a la observancia estricta y rígida de las Constituciones. Otro grupo, igualmente numeroso, ignorando al primero, insiste en la urgencia de un profundo estudio de los Documentos Conciliares, de un retorno al espíritu del Fundador, de una inmersión en el mensaje evangélico. Esto es para ellos la base y el centro de cualquier renovación.

¿Qué deben hacer los Hermanos? ¿Qué debemos hacer nosotros, superiores mayores, frente a estas fuerzas opuestas? Nuestra responsabilidad mayor es la de crear la unión entre todos los Hermanos. Cuando emerge una polarización radical como esta, ¿debemos acaso sentamos, con los brazos cruzados, esperando que Dios intervenga para resolver nuestros problemas? ¿Debemos guardar las dificultades en una caja y dejarlas ahí, como si no existieran? ¿Debemos alineamos con uno u otro bando, contribuyendo así a la división de la Orden?

Según mi parecer, un dilema tan fundamental puede ser resuelto sólo tomando conciencia profunda de que existe el peligro del orgullo institucional. El orgulloso, no lo olvidemos nunca, elimina a Dios del corazón de las cosas y lo substituye con bienes menores y falsos ídolos. El hombre de fe, por el contrario, experimenta la centralidad de Dios en todas las realidades, viejas y nuevas.

A quienes insisten en una observancia rígida de las Reglas y Constituciones, como centro de nuestro camino de renovación, yo les pregunto: "¿Dónde se encuentra Dios?". La misma pregunta hago a los que se obstinan en interpretar literalmente los documentos del Vaticano II: "¿Dónde se encuentra Dios?". Hacer de una o de otra de estas posturas un ídolo, significaría crear una nueva y falsa divinidad, y el resultado sería una fractura fatal. A ambos "partidos" quisiera sugerirles: "¡Es necesario llegar al fondo de las cosas y descubrir el fin último de las mismas!". Como nos dice San Pablo en su carta a los Romanos: "Mas, al presente, hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos con un espíritu nuevo y no con la letra vieja"[56].

La Nueva Ley nos viene del Hijo de Dios hecho hombre. El espíritu que anima esta Nueva Leyes el Espíritu Santo de Dios. Es una Ley escrita en nuestros corazones.

Nosotros también tenemos que buscar el Espíritu de Dios en la letra de nuestra Regla y en la letra de las nuevas Constituciones, fruto de la Iglesia posconciliar.

Piensen los que están convencidos de que su salvación depende de la estricta observancia de la ley, que el Espíritu está por encima de la ley. Reflexionemos nosotros y hagamos reflexionar a nuestros Hermanos. Tratemos de ser sensibles a la inspiración del Espíritu y de discernir su presencia.

Por otra parte, quienes se agarran a las palabras del Vaticano II, deben aprender también una lección que es fundamentalmente la misma: vivimos en el Espíritu, no en la letra de la Ley.

No tengan miedo los Provinciales en impulsar a sus Hermanos a buscar seriamente a Dios en el centro del universo. Díganles clara y rotundamente que el orgullo tiende a quitar a Dios del centro de las cosas y a substituirlo con ídolos fácilmente fabricados y casi siempre falsos.

Hombre moral es el que coloca el bien último en el primer plano de su vida. Hombre moral es el que busca ante todo la plenitud de su ser y de su felicidad, aún humana. Hombre moral es el que se esfuerza en conseguir que estos valores sean, no solamente suyos, sino también de sus Hermanos.

Las leyes humanas, en una institución, son ciertamente útiles, más aún, necesarias; pero sólo son buenas si corresponden a la Nueva Ley, que nos impone amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos. Por el contrario, cuando estas leyes humanas se vuelven fin en sí mismas, o sea, cuando se ponen en el centro de nuestro mundo, ocupando el puesto de Dios, entonces se vuelven peligrosas y destructoras.

Sin duda que debemos ser hombres morales, pero no legalistas, porque sólo el hombre moral puede ser hombre religioso.

 

- Dilema Religioso: exterioridad y sujeción, interioridad y libertad.

Hablando del orgullo personal, os dije que el orgulloso es un hombre vacío, que intenta poner su pobreza en el centro de todo lo que le rodea. y es también el orgullo, esta vez el orgullo colectivo, el que lleva a una orden religiosa hacia esa misma pobreza interior. Sucede entonces que esa orden trata de hacerse aceptar, más por medio de cosas externas, que por sus verdaderos valores. Todos estamos enterados de la caída de Roma, un imperio vacío de toda riqueza moral y decorado sólo con su gloria imperial. Es una paradoja de la historia, pero así es: la exterioridad es inversamente proporcional al vacío interior.

Cuando no existe la autenticidad, el individuo trata de apoyarse en lo superficial. Lamentablemente, y lo hemos visto, la misma tragedia ha sucedido en la Iglesia.

Pero hoy en día, la exterioridad no engaña a nadie. Nuestra sociedad parece ser muy sensible en esta materia y comprende que allí donde se concede la primacía a la exterioridad, inmediatamente se da la sujeción. Cuando además esta exterioridad se mantiene en pie a cualquier precio, si no hay libertad, la gente comprende inmediatamente que se trata sólo de apariencias. ¡En realidad la autoridad ha muerto!

La espléndida fachada del decadente imperio romano no detuvo a los bárbaros, que lo saquearon como quisieron. Y es comprensible: el "centro" había muerto. Sólo cuando un hombre sencillo, vestido pobremente, con una simple cruz en las manos, legó desde Roma, con el corazón lleno de la fuerza de Cristo, los bárbaros se retiraron. León Magno solo, logró hacer lo que los ejércitos imperiales no habían conseguido.

León era humilde, sabía que no era él el centro de Roma. En su sencillez proclamó a los bárbaros que era Dios el que en realidad estaba en el centro de los restos del imperio. Y ellos retrocedieron, ya no ante el poder de León, sino ante el poder de Dios.

Volvámonos ahora a nuestra Orden y preguntémonos honradamente, aunque nos cueste, si quizás no estaremos interpretando la misma farsa. Todos los estucos dorados de un tiempo que ya pasó, siguen existiendo entre nosotros; pero ¿hay algo auténtico en el centro? ¿Acaso el hábito que llevamos, las prácticas de sabor monástico que cumplimos, la amplia institución que dirigimos, logran convencer a los hombres de que, en el centro, está realmente Dios? Quién sabe, si no se nos tendrán que aplicar un poco las palabras de Jesús a los fariseos: "Hipócritas, que sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia!"[57].

Hermanos míos, ¡esto son preguntas, no respuestas! Un verdadero religioso se hace estas preguntas todos los días; o ¿quizás nuestro orgullo colectivo nos impide hacer estas preguntas a nuestra comunidad, a nuestra Provincia, a nuestra Orden? La verdad, como nos ha dicho el mismo Jesús, es la única cosa que puede liberarnos de la esclavitud, de la sujeción a las cosas exteriores, la única cosa que puede ayudamos a realizar la verdadera comunión entre nosotros.

Es interesante notar cómo el orgulloso, que no se somete a nadie, que se pone más arriba de los demás, inclusive de Dios y de su voluntad, más arriba de todas las cosas; que se siente completamente autosuficiente y no tiene disponibilidad para aceptar ningún don, ni siquiera el de la verdad; este orgulloso, repito, es el hombre menos libre que existe, el hombre más prisionero de una infinidad de exigencias que nunca logra satisfacer, de una infinidad de cosas que no lo contentan nunca. Nada puede llenar el vacío que existe en su vida.

Es también interesante notar cómo el humilde, por el contrario, el hombre que ha descubierto a Dios en el centro de su ser y que tiene disponibilidad para aceptar el don de la verdad, es también el hombre que tiene mayor libertad para buscar la íntima comunión con los demás. De la interioridad brota la libertad porque "la verdad os hará libres"[58].

También es interesante ver cómo la comunidad orgullosa, que es una comunidad vacía, es la que más dificultades encuentra en las relaciones interpersonales. Todo en ella permanece escondido y secreto, aunque en el fondo esta vaciedad provoca un sentimiento de vergüenza. Una comunidad de este tipo no sabe colaborar con otras comunidades religiosas; trata de ejercer un control absoluto sobre el personal seglar que trabaja en su seno y sobre los que son objeto de su apostolado. Si es una comunidad masculina, raramente colabora con mujeres, y si es una comunidad femenina, raramente colabora con hombres. Este es el resultado del orgullo colectivo. Lo que se ve es solamente exterioridad, porque por dentro no existe sino el vacío.

Por el contrario, la comunidad que pone a Dios en su centro, es una comunidad de amor y de comunión, porque es una comunidad de libertad. No se desalienta por sus debilidades. No tiene en sí misma esos vacíos que sirven para crear las barreras que la dividen de las demás comunidades. Más bien depende de la fuerza de Dios, de sus dones y de la presencia del Espíritu Santo. Estos factores la hacen libre, dispuesta a las relaciones con los demás, a la cooperación y a una hospitalidad universal como la de Cristo, que no cerraba las puertas de su corazón a nadie. Esta es una comunidad auténtica, que se siente a gusto en la presencia de Dios.

 

- Dilema de la Seguridad: aislamiento y participación.

Creo que se puede decir de nuestra Orden, que es más conocida por su aislamiento en la Iglesia y de las demás Congregaciones Religiosas, que por su participación en la misma y con las mismas. Este aislamiento parece que sirve para aumentar el sentido de seguridad de algunos de nosotros, que nos resistimos a participar de lleno en la vida de la Iglesia Universal y nos oponemos a cualquier interferencia en nuestras casas y probablemente en nuestros corazones, por parte de esta Iglesia.

Son pocas las comunidades que invitan a expertos externos para que les ayuden. El mismo General es criticado porque insiste en el valor y la necesidad de esta ayuda externa: hablo por experiencia. Yo también experimento cierto reparo en abrirme completamente a los demás, ya sea cuando tengo que dar algo, ya sea cuando lo recibo. Sé que este reparo proviene de un sentido de inseguridad, que a su vez está originado por el orgullo. Sé que debemos purificamos en este campo si realmente queremos crecer juntos.

Pero también es verdad que estos expertos, después de haber penetrado en nuestras fortalezas individuales y comunitarias, han descubierto pocos secretos interiores. Todas las comunidades religiosas, no solamente nuestra Orden, pasan por estas pruebas. Nosotros, sin embargo, nos sentimos "seguros" guardando nuestros secretos para nosotros mismos.

Buscar la seguridad en este aislamiento tiene sus raíces en el vicio que hemos llamado "orgullo comunitario". La seguridad humana no se la encuentra nunca detrás de una puerta bien cerrada, en el interior de una fortaleza bien protegida, o en una celda de aislamiento. La seguridad para el hombre, como nos lo ha dicho bien la "Gaudium et Spes", no se parece a esa seguridad que tratamos de conquistar cuando cerramos bajo llave nuestros tesoros para evitar que nos los roben; es, más bien, semejante a la seguridad del Hijos de Dios, el cual, aunque abandonado por el Padre en la cruz, se sentía totalmente seguro, porque estaba unido con su Padre. La seguridad humana se encuentra en el corazón abierto y en la mente abierta. El Concilio nos ha enseñado que el hombre es social por su misma naturaleza[59] y que la vida es un encuentro; y también, que cuanto más grande es la comunión, más plena y más segura es nuestra identidad.

Queridos Hermanos, os ruego que abráis las puertas de nuestros conventos a fin de que los Hermanos puedan establecer relaciones con otras comunidades que no sean las nuestras. Dejad que otros entren a través de estas puertas trayendo consigo sus tesoros religiosos para que podamos participar de ellos.

La comunidad orgullosa se identifica también por el aislamiento que puede haber entre comunidades de nuestra Orden, entre una Provincia y otra, y entre miembros diversos de la familia religiosa. La comunidad orgullosa se caracteriza por la lentitud con que afronta el problema de la formación permanente, como si ya hubiera alcanzado la cumbre de la perfección.

La comunidad orgullosa, al no tener un centro propio, carece de iniciativas y de energías para atraer nuevos miembros hacia sí misma. Ignora las obras misionales de la Orden, se desinteresa por lo que sucede en otras comunidades, en otras Provincias. No sabe nada acerca de las condiciones reales de la ciudad en la que vive. Es incapaz de detenerse a estudiar con cuidado los signos de los tiempos. El servicio que lleva a cabo lo cumple de prisa y de mala gana. Los bienes que recibe, los recibe sin gratitud ni reconocimiento.

Queridos Hermanos, si en vuestras comunidades o Provincias descubrís algunas de estas señales, ya sabéis cuál es la tarea que os espera.

Además, es necesario ayudamos mutuamente para purificamos del vicio del orgullo comunitario. Enriquecidos y vivificados en la fe, por la verdadera renovación del Espíritu, debemos esforzamos juntos para descubrir cuál será la abundancia de vida que nos espera, cuando pongamos a Dios en su verdadero puesto, es decir, en el centro del universo.

Si el origen de nuestra inseguridad y de nuestro aislamiento es el orgullo, ¿cómo podremos experimentar la comunión y la seguridad?

¿Quién nos ayudará a entender lo que quiere decir el sentido de la pertenencia? ¿Puede acaso una parte del cuerpo decimos lo que significa participar en el ser del alma humana? ¿Podemos contemplar las palmas de las manos, los pétalos de una flor, las ramas de un árbol, las estrellas del cielo, el mar, la tierra, y aprender de ellos lo que significa comunión y sentido de seguridad? ¿Tenemos el valor de mirar de frente al Hijo de Dios, que se ha vuelto uno de nosotros a través de una unión que El mismo comparó con la que existe entre la vid y el sarmiento?

¿Y qué decir del Espíritu Santo? ¿No es verdad que vive en nosotros como en un templo? ¿Y no es esto un modo de participar en nuestro ser de hombres? Jesús habló sin duda a menudo de su unión con el Padre y con el Espíritu Santo. ¿Tenemos el valor de contemplar este gran misterio y descubrir así lo que Jesús nos ha revelado a este propósito, es decir, el misterio de nuestra comunión? ¿Cómo lograremos liberarnos del vicio del orgullo, que nos deja ciegos e incapaces de captar la belleza de este misterio?

Preferiría no tener que atraer vuestra atención sobre este aspecto de la vida religiosa. Ojalá estuviéramos todos libres de estas siete fuentes de mal y de vicio.

Pero nuestra renovación no sería nunca auténtica si no habláramos claramente de nuestras malas inclinaciones. Sólo enfrentándonos decididamente con el orgullo, con su cruel realidad, lograremos superarlo y vencerlo en nosotros mismos y en nuestra comunidad. El preparamos a la renovación interior de nuestro espíritu y de nuestro carisma es ya participar de esta victoria.

 

B) EL VICIO DE LA ENVIDIA

Al llegar aquí, deberíamos estar ya dispuestos a admitir que Somos pecadores y que tenemos en nosotros esos siete vicios que pueden destruir nuestra unión con el Padre, esa unión que El tanto desea para nosotros. Quizás nuestro conocimiento del orgullo, el más destructor y dañino de los siete vicios capitales, ha aumentado. Además de ser el punto de partida de los otros seis vicios capitales, en el orgullo radican innumerables pecados. De esto hemos hablado ampliamente. Ahora tenemos que enfrentarnos con los otros seis vicios. Creo que será suficiente hacerlo más brevemente. Ellos no están cerca del centro de nuestro ser como el orgullo. Por tanto, se pueden individuar más fácilmente, a través de los signos que los manifiestan.

Para realizar la fraternidad es necesario comprender y frenar los celos o la envidia, que encuentran en la soberbia sus raíces. Estamos en comunión con los demás cuando, llenos de compasión y de amor hacia ellos, descubrimos la bondad y la belleza que están en el centro de su ser, y nos sentimos atraídos por ello.

Cuando percibimos que un Hermano es bueno, ya sea en superficie ya sea en profundidad, nuestra respuesta más normal es el deseo de emulación. Admiramos el bien que vemos en el otro y sentimos la urgencia de realizarlo nosotros también. Quizás, sin ni siquiera darnos cuenta, apreciamos este bien como un don de Dios, y le estamos agradecidos por habernos dado la felicidad de vivir junto a una persona buena.

¿Cuál es el impacto de la envidia sobre la compasión y sobre el amor que sentimos por los demás? Ciertamente, la envidia no ilumina la bondad interior de un Hermano que tiene a Dios en el centro de su ser. Todo lo contrario, la luz con que la envidia alumbra al Hermano, es una luz grotesca y fea, que hace horrible, repelente, antipático, y que quizás también aísla, no sólo al envidioso, sino aún a la persona que es objeto de su maldad.

Una envidia que tuviera por objeto los bienes materiales, los triunfos, las cualidades del otro, sería una envidia superficial y necia. En realidad la envidia va más allá: trata de disminuir dichos bienes y dichos triunfos.

La envidia que prevalece en las comunidades religiosas es de tipo más existencial. Se preocupa por disminuir el bien último del Hermano.

Hablando teológicamente, la envidia es debilidad; debilidad que deriva del hecho de que el envidioso es profundamente consciente de ser criatura. Pero esta conciencia implica una relación personal con Dios, bien último, que vive en el centro de toda criatura. La envidia no logra destruir esta relación: he aquí por qué he hablado de debilidad. Pero aunque esta relación no se destruya, puede debilitarse o disminuirse. Por eso he dicho que la envidia ataca el amor y la comunión entre los Hermanos: en esta comunión se intensifica y se nutre la unión íntima del hombre con Dios.

Abiertamente o a escondidas, el envidioso hace todo lo posible por disminuir la relación entre los Hermanos y Dios. La envidia no acepta la verdadera santidad, pone en ridículo el auténtico espíritu de oración, se muestra desconfiada del crecimiento genuino del espíritu. La envidia tiene sus raíces en el desprecio que siente por sí misma, y este desprecio, a su vez, se esconde detrás de la careta del amor propio. Su poder, como vicio, se desencadena por la incapacidad del envidioso de querer entrar en relación con Dios y con el prójimo. La envidia no deja ver la bondad de los demás. El envidioso, al no poseer la comunión, hace lo posible por destruirla entre los Hermanos y entre éstos y Dios. Es un modo, como tantos otros, de ponerse al nivel de los que son objeto de su pasión. En efecto, la comunión con Dios y con los Hermanos es el mayor, el mas espiritual y el más inmutable de los bienes, y origen de toda felicidad para el hombre. En comunión con los demás, nos encontramos a nosotros mismos y descubrimos nuestro ser.

Pero podríamos preguntamos: ¿Por qué un Hermano desea poseer la bondad que es parte constitutiva de otro? La razón es que, actuando de este modo él opone resistencia a la bondad que Dios ha creado en este otro. El envidioso no sabe aceptar el vacío que existe en él, y trata de elevar este vacío más arriba de la plenitud que él descubre en el Hermano. En el fondo desea ser ese bien que ve en el otro, pero no en sí mismo. Sin embargo, la envidia no es el medio con el que podemos elevamos a ser hijos de Dios. Todo lo contrario, es el mejor modo para volvemos esclavos. Y de hecho nos volvemos esclavos cuando nos esforzamos por llenar el vacío de la copa de nuestro "yo" disminuyendo la bondad del otro.

La envidia y el amor están en dos polos opuestos. Armonía, paz, alegría, paciencia, bondad: todas estas cosas son intolerables para el Hermano víctima de la envidia. Sospechas, deformaciones, mentiras, chismes de todo género, murmuraciones, calumnias, tristeza por el bien ajen:>, sonrisas maliciosas, satisfacción por el fracaso de un Hermano: éstas son las armas del envidioso para crear división en la comunidad. Miedo, tensiones, divisiones, amistades inconvenientes, caricaturas o "etiquetas" colocadas al prójimo, recuerdos obscuros, resentimientos, antipatías, venganzas: he aquí los frutos de la posible envidia existente en la comunidad.

Los caminos de la envidia son sutiles. El ángel de las tinieblas puede tomar las apariencias de ángel de luz. Excentricidades, cosas extrañas, novedades, ideas "originales" pueden esconderse bajo el manto de la caridad fraterna, y buscarse "para el bien de la comunidad". Algunos dones humanos y algunas actitudes podrían irritar a alguno, mientras las palabras y acciones del envidioso logran imponerse como plausibles y aparecer como bien intencionadas.

Atrayendo la atención sobre algún defecto del otro, el envidioso logra destruir su belleza y su bondad. La persona envidiosa no agrada a nadie, de acuerdo, pero sucede que quien ha sido blanco de sus críticas y de su envidia puede volverse, a su vez, antipático y difícil de amar. Cuanto más logra el envidioso llevar a cabo sus intenciones de disminuir la bondad del otro, tanto más crece en la comunidad del malestar, y los Hermanos se sienten aislados los unos de los otros, prisioneros en sus celdas de aislamiento, creadas por la envidia.

 

C) EL VICIO DE LA IRA

Contrariamente a los otros vicios capitales, la ira puede ser también una virtud. La ira es virtud cuando se dirige contra el mal, la falsedad, la injusticia, el odio. No es una tarea fácil incrementar el bien común. Hay obstáculos en el camino del bien que hay que superar con energía. El bien común es el que se destina a todos y a cada uno de los miembros del grupo, sin distinciones; es decir, a la plenitud de la felicidad de todos estos miembros. Es muy natural que los Hermanos se indignen cuando todo esto peligra ante la complaciente aceptación del vicio de la ira; más aún, es índice de virtud. La ira, en sí misma, puede ser justificable, pero se vuelve vicio en dos casos: cuando no se adapta a la persona interesada y cuando no es proporcional a las causas que la determinan.

En caso de dificultad, la acción apasionada y fuerte es una necesidad. La pasión y la fuerza, malas en sí mismas cuando se utilizan para obstaculizar el bien, se vuelven virtuosas cuando se trata de combatir el mal.

La pasión es necesaria para superar la violencia, detrás de la cual se esconde el vicio de la ira, en una comunidad religiosa. Pero hay que moderarla con la compasión y la prudencia. Si no fuera así, se correría el riesgo de destruir la comunidad.

La ira es un vicio cuando es sinónimo de deseo desenfrenado de castigar a los demás porque son buenos y hacen el bien. En último análisis, la ira se lanza contra el "yo" despojado de sus verdaderos valores y es índice de un vacío interior. Pretender reprimir la ira, sofocarla, o quizá distraerla, trasladándola sobre los demás, puede causar fracturas insanables en la comunidad. La ira se opone directamente a la virtud de la caridad y de la justicia, milita activamente en contra de la comunión fraterna, se nutre del orgullo que es su raíz y se convierte en manantial de muchos pecados.

Al colocarnos contra el bien, contra cualquier tipo de bien, la ira merece la condena que Cristo le lanzó[60]. En la comunidad religiosa la ira asume aspectos diferentes.

Un Hermano esclavo de la ira es un hombre lleno de amargura. No sabe olvidar las ofensas e injusticias recibidas, y cultiva en su corazón el resentimiento, sin lograr vencerlo. Si descubre que los otros son buenos, que se quieren, se irrita y se vuelve violento. Como la envidia y los celos, también la ira se nutre de deformaciones. El iracundo centra su atención en las circunstancias ordinarias de la vida común.

Acciones, que en el fondo son buenas, pero que han sido llevadas a cabo con cierta torpeza, el iracundo las juzga absolutamente negativas. Una observación, hecha con buena intención, pero quizás con poca prudencia, o un gesto cualquiera de este tipo, él lo juzga una falsedad. Pequeñas actitudes, que aparentemente pueden parecer faltas de caridad, se convierten en excusas para desencadenar y justificar sus malévolos propósitos. El iracundo se consume en el deseo de venganza contra los que él llama sus enemigos: entonces se vuelve explosivo, ataca a los demás con un torrente de acusaciones malas y maliciosas. Todo esto se empeora cuando, quien es víctima de la ira, es consciente de su maldad y de su tendencia a este vicio.

En casos extremos, el iracundo levanta el brazo aún contra Dios, porque, piensa, ha sido injusto para con él. Condena a Dios porque lo ha creado de un modo y no de otro, y actuando de esta forma, no se da cuenta siquiera de sus blasfemias contra la divinidad.

En las comunidades religiosas la ira estará siempre presente: los siete vicios capitales son nuestra herencia. Pero desafortunadamente, la nuestra es una ira "controlada", digna, y por esto muchas veces no nos damos cuenta de que existe, no logramos descubrir sus deletéreos efectos. Los Hermanos que no se quieren bien, a menudo aparecen como verdaderos prototipos de hombres educados: afabilidad, cordialidad, compañerismo, son las máscaras preferidas por los iracundos; y, por cierto, que las llevan con desenvoltura. La ira, en sus manifestaciones más engañosas, se presenta como lo contrario de lo que realmente es.

Si queremos librarnos de la ira, de este terrible lobo que se esconde bajo la piel de una oveja llena de rectitud y de justicia, de amor y de atenciones para con los Hermanos, debemos excluir el mal de nuestros ambientes.

Como la envidia, la ira tiene sus raíces en el dejarse llevar de la tristeza y del desaliento, los cuales, a su vez, originan el odio. La felicidad encuentra su raíz en la necesidad de amar y de ser amado; la ira, por el contrario, la encuentra en la necesidad de alejar a los demás de la bondad que les es propia, y esto porque el Hermano víctima de la ira cree que los demás no tienen derecho a ser verdaderamente buenos, porque los considera indignos de serlo.

Frente a un Hermano esclavo de la ira, ordinariamente hacemos marcha atrás, y nos dejamos atemorizar y manejar por su pasión. No es equivocado decir que el iracundo nos controla, haciendo de nosotros unos dóciles violines de su rabioso arco. Nuestra vida afectiva está tan desviada y debilitada que no encontramos el valor de enfrentarnos con la ira de un modo digno de verdaderos cristianos.

Desafortunadamente, cuanto más dejamos la ira sin control y latente en nuestras comunidades, más fomentamos la desunión: los Hermanos permanecerán alejados los unos de los otros, para no deshacer el precario equilibrio alcanzado. El Hermano iracundo logra aislar a los Hermanos los unos de los otros. Sucede entonces que todas las energías de la comunidad se gastan en calmar al iracundo, mientras los Hermanos, considerados individualmente, parecen tranquilos, si bien esto lo consiguen sólo superficialmente. Es una "paz" pasajera: muy pronto el viento de la ira levantará las olas del malestar, sacando a la superficie la tempestad que hervía en el fondo.

Más o menos, todos intentamos levantar murallas para protegernos de los ataques de este tipo de ira, pero actuando de este modo, construimos esas barreras que nos impiden amar a nuestros Hermanos y mostrarles que realmente queremos su bien. Estamos tan ocupados en evitar que se desencadene la tempestad de la ira, que acabamos por dedicarnos cada uno a lo nuestro y nos aislamos. Pero Dios no puede entrar en una comunidad donde la comunión está ausente. En una comunidad de este tipo, se hace casi imposible descubrir el amor recíproco de los hermanos y la alegría que de ahí debería resultar. La ira, por tanto, lucha en contra de nuestro crecer juntos y en contra del testimonio que, como comunidad, tenemos el deber de dar.

¿Qué hacer? ¿Cómo comportarnos ante un miembro de la comunidad víctima de la ira? ¿Deponer las armas? ¿Permanecer inertes, paralizados por el temor? ¿Escaparnos? ¿Permitirlo?

Indignado por los insultos proferidos contra el Hijo del Hombre, Dios, que no acostumbra vengarse, determinó vengar a Cristo. Esta indignación divina aplastó la indignidad humana.

Quizás no pensamos suficientemente en la resurrección del Hijo de Dios como en un acto de "indignación", del todo justificable por parte del Padre, por las afrentas infligidas a su Hijo; sin embargo, deberíamos verla también en estos términos, si es verdad que la última acción indigna padecida por Jesús, es decir, la muerte, fue vencida por el Padre a través de la resurrección.

Cuando Jesús fue insultado en el Sanedrín, despreciado por Herodes, juzgado reo de muerte por la muchedumbre furibunda y condenado por Pilatos, ¿cuál fue su reacción? Mantuvo su silencio ante la plebe rabiosa, invadida por el odio, pero no permitió que estas gentes le quitaran su bondad. Por el contrario, escogió ser uno de ellos: por ellos sufrió, por ellos se dejó incluso crucificar, pero al tercer día resucitó victorioso de su misma muerte.

¿Cuándo vemos que las comunidades se rebelen, con una justa indignación, ante el mal que se hace a los otros en nombre del bien? ¿Cuándo nos indignamos ante las injurias, ante las "indignidades", padecidas por los que trabajan con nosotros o por aquellos a quienes servimos en razón de nuestra vocación? ¿Dónde está nuestra indignación cuando nuestros Hermanos son atropellados por los demás, dentro o fuera de la comunidad? ¿Dónde, cuando aquéllos a quienes deberíamos servir de manera apostólica, como Cristo los serviría, son tratados como gente que no sirve para nada, inútil, o incluso son abandonados?

La respuesta cristiana a la ira debería ser una respuesta de indignación. Las comunidades religiosas se vuelven fuertes y unidas cuando saben afrontar las indignidades con una indignación que sea fruto de justicia, una justicia acompañada por el amor, cuyos frutos son la compasión y la misericordia. Cualquier decisión que tome la comunidad sobre la manera de afrontar el vicio de la ira, debe inspirarse en estos manantiales de luz: el amor y la justicia.

Pero si queremos caminar a la luz del amor y de la justicia, tenemos que aprender a enfrentamos con las multiformes "injusticias" que lamentablemente existen en nuestras comunidades y en nuestros apostolados. Y esto porque se requiere una buena dosis de amor y de profundo sentido de justicia para enfrentarse, de modo cristiano, con la injusticia de las numerosas indignidades que el hombre puede cometer.

Queridos Hermanos, sin duda que todos habéis experimentado, de una manera o de otra, el poder deletéreo que la ira tiene en nuestras comunidades y en nuestras Provincias. Como General, me encuentro en una posición desde la que puedo experimentar algo más: es decir, el poder deletéreo que tiene la ira en las relaciones entre Provincia y Provincia. El hecho es que aún existe entre nosotros mucha injusticia y escaso amor recíproco.

Es verdad que en todas nuestras Provincias, sean ellas de "conservadores" o de "progresistas", se encuentran muchos valores, muchos puntos positivos que hay que compartir, pero la ira no es ciertamente el mejor camino para alcanzar una verdadera fraternidad. Cada Provincia, cada Provincial y cada Hermano tienen el deber de sentirse responsables del modo como hay que afrontar el vicio de la ira, cualquiera que sea el aspecto bajo el cual se presente. Ninguna Provincia puede legitimar con el pensamiento, con las palabras o con actitudes, este vicio, que es fatal porque separa a los Hermanos entre sí.

Todos tenemos la obligación de promover la comunión, la armonía, el respeto recíproco y el amor, entre los varios grupos de la Provincia.

Por último, a cada Provincial le toca aceptar la responsabilidad, propiamente suya, de reunir a todos los miembros de su Provincia en la sola y grande familia de San Juan de Dios.

 

D) EL VICIO DE LA AVARICIA

La avaricia, dentro de la vida religiosa, toma un color un poco diferente del que tiene su homónima en el mundo, pero substancialmente es prácticamente la misma. El avaro y el mundo consideran a la gente y las cosas bajo una perspectiva de posesión, en lugar de verlas bajo el aspecto existencial. Ninguno de los dos logra ver el universo como un don que Dios nos ha hecho, y es lógico. Cuando se ve el universo como un don que Dios nos ha hecho, se llega forzosamente a la conclusión de que hemos sido hechos para Dios: y esto significa que hay que amarle. Desear poseer el universo significa despreciarlo, como hizo Satanás. El humilde, por el contrario, percibe la realidad de que todo es don de Dios.

En la "Gaudium et Spes" leemos: "Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos...

La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, con capacidad para conocer y amar a su creador, y que por Dios ha sido constituido 61 señor de la entera creación visible para gobernarla y usar

- 61. Gn. 1,26; Sab. 2,23.

la glorificando a Dios 62. ¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por Tí debajo de sus pies 63, 64. Por tanto es un error creer que tenemos derecho a todos estos dones de Dios.

El orgulloso, como ya dije, no logra percibir el valor radical de su "yo" y la centralidad de Dios con respecto a él. Por tanto, no tiene conciencia del valor de los demás, y por eso mismo desea poseerlos e.'l lugar de querer unirse a ellos. El orgullo es la raíz de toda avaricia. Para la persona avara, el universo no es un don, es una propiedad. Con una persona de este tipo, que actúa bajo el impulso de estas convicciones, es imposible entrar en comunión.

La avaricia es un vicio que tiene muchos aspectos interesantes. Cuando experimentamos la posesión de nuestros bienes, sentimos el impulso de esconderlos y protegerlos. Construimos murallas para defenderlos y evitamos compartirlos con los demás.

En su ansia de posesión, la persona avara termina dejándose poseer por las cosas. Los bienes de los que se siente dueño lo dominan, mientras debería ser él el que dominara las cosas. Toda su vida está subordinada a sus posesiones, y esto lo hace esclavo.

En las comunidades religiosas la avaricia existe y se presenta bajo diversos aspectos que merecen nuestra atención: puede haber aspectos individuales de la avaricia, y aspectos colectivos. El religioso, habiendo hecho a Dios el voto de pobreza, no posee nada de hecho, sin embargo puede ser esclavo del vicio de la avaricia y de la codicia. ¿Cómo puede suceder esto? Desde un punto de vista personal, algunos religiosos se vuelven sumamente codiciosos con respecto a las estructuras de la vida comunitaria, los empleos que desempeñan, los lugares donde viven, sus ideas, sus aptitudes, sus estilos de vida. En lugar de poseer todas estas cosas, el religioso puede terminar siendo poseído por ellas. Esto sucede cuando "estas cosas" se convierten en el centro de sus preocupaciones y de sus acciones. Por ejemplo, a menudo los superiores son codiciosos con respecto a los detalles administrativos propios de sus oficios, y con frecuencia se dejan dominar por ellos. Los Maestros de novicios y de escolásticos pueden asumir también actitudes codiciosas con respecto a los que están bajo su responsabilidad, en lugar de asumir una actitud de

',1

 

 

"ser". A veces se tiene la tentación de creer que los ecónomos tienen el encargo de poseer el dinero en lugar de distribuirlo.

En la vida religiosa, lo que se opone al amor no es el odio, sino el afán de dominio. Son innumerables las personas que, en el seno de las comunidades religiosas, se han visto heridas profundamente y a veces moralmente destruidas por los esfuerzos de ciertos individuos avaros y codiciosos, deseosos de dominar en sus vidas. ¿Acaso no es justo decir que el ansia de dominar a los demás es sinónimo de avaricia y de codicia? Es verdad que los que ejercen este control, no poseen a los que caen bajo su dominio, pero también es verdad que la relación es la misma y que la comunión termina siendo destruida.

Vista en superficie, la avaricia en las comunidades religiosas, es un fenómeno colectivo. Los miembros de las comunidades pueden ser aún más codiciosos con respecto a sus bienes colectivos, que los avaros con respecto a sus bienes privados. Pero el deseo de poseer es un aspecto secundario y aparente de la avaricia. El avaro no logra tener sensibilidad hacia las bellezas y la bondad del universo. No logra establecer una relación con Dios, que se encuentra en el centro de este universo. Piensa que todo le toca por derecho, y esta insensibilidad es el común denominador que prevalece en la codicia, ya sea la de los religiosos ya sea

la de los seglares.         ,

¿Cuántas veces nos hemos parado a admirar las bellezas de una estrella que brilla allá arriba en el cielo, o de una pajarilla que canta en el jardín, o de un capullo que se abre en primavera? ¿Nos ocurre alguna vez el sentirnos impresionados por la majestad del rostro humano de un anciano, en el que se reflejan las alegrías y los dolores de una intensa existencia? ¿Nos llama la atención la sencillez y la bondad de los niños que juegan por la calle? ¿Agradecemos al Señor el que haya hecho resplandecer en el rostro y en el alma de nuestros Hermanos parte de su misma belleza? Por desgracia, nosotros los religiosos nos acostumbramos a demasiadas cosas y pensamos que nos pertenecen por derecho. Es trágico, pero es así, y yo pienso que esta es la codicia que domina nuestras vidas.

El vicio de la avaricia, el pecado de la codicia, afloran de un modo o de otro en las comunidades religiosas. ¿Cuántos Hermanos encierran sus secretos sin comunicar nada a los demás? ¿Cuántos son los que tienen el valor de revelar la belleza interior de su vida espiritual? ¿Cuántos escuchan juntos la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura, pero sin participar nunca en comunión esta misma Palabra? ¿Hasta qué punto conocen nuestros Hermanos las íntimas alegrías y profundos dolores de los que viven con ellos en la misma comunidad, su riqueza íntima o su pobreza, la paz que experimentan o las ansias que los consumen, su necesidad de amor y afecto o su soledad y esterilidad?

Desgraciadamente es verdad que en nuestras comunidades el vicio de la avaricia se manifiesta de este modo: los miembros se vuelven codiciosos hasta el punto de que nunca, o casi nunca, quieren revelar a los demás su verdadero ser. Escondemos nuestra luz bajo el celemín 65 como un tesoro escondido bajo tierra, y esto es sinónimo de avaricia. Nos confiamos con pocos Hermanos, quizás con ninguno. Damos nuestro afecto a pocos, quizás a ninguno, y esto es codicia. No nos decidimos a abrir nuestra mente, nuestro corazón, nuestro amor a nadie: y esto es también avaricia.

Hemos profesado la pobreza y no poseemos bienes materiales, pero luego nos volvemos avaros de nuestros bienes espirituales. ¿Acaso no es esto avaricia, mejor dicho, la avaricia en su forma más radical?

¿Cómo conseguiremos libramos de esta avaricia? ¿Cómo lograremos descubrir en qué consiste la auténtica liberalidad y la verdadera generosidad?

¡Cuán cierto es que sólo librándonos del vicio podremos dedicamos verdaderamente a todo lo que es bueno! Los hombres de hoy consideran la libertad un bien de enorme importancia y hacen lo posible por poseerla, ¡y tienen razón! Cuando el hombre se libera de la esclavitud de las cosas materiales que posee y se esfuerza por escoger el bien libremente, adquiere una dignidad muy especial. Dios nos ha hecho el don de este mundo a fin de que, en el don, lográramos descubrir el Divino Dador. Pero los hombres que son prisioneros de la avaricia, no saben recibir estos dones. Para poderlos recibir y apreciar en su justo valor, tenemos una virtud o poder que también nos viene de Dios: el poder de liberamos de la codicia de las cosas materiales, el poder de ser libres, y en esta libertad, el poder de alabar a Dios por la gloria que es suya y también nuestra.

E) EL VICIO DE LA LUJURIA

Como todos los demás vicios capitales, también la lujuria, en la vida religiosa, toma un aspecto diferente. Pero no nos dejemos engañar por las apariencias. Nuestra castidad se ha convertido muchas veces en un fin por sí misma, en lugar de ser un medio para lograr una unión más íntima con Cristo 66. Hemos acabado por juzgar la sexualidad humana

65. Mt. 5,15. 66. ET 2,13.

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con mentalidad de adolescentes, y haciendo esto, hemos dado a la lujuria el poder de dividimos a los unos de los otros.

Investigaciones que se han llevado a cabo dentro de la vida religiosa, han llegado a la conclusión de que raramente existe entre nosotros una

relación verdaderamente profunda, una amistad auténtica, un amor dura-clero. En el mejor de los casos nuestras recíprocas relaciones son casuales, e incluso cordiales. Pero raramente duraderas y casi nunca ricas de una genuina intimidad interior. ¡Y la culpa es de la lujuria! En donde existe unión e intimidad, allí existe la verdadera castidad. Cuando se mantienen las distancias, allí existe la lujuria.

Para comprender este vicio ante todo hay que examinar la manera de actuar del lujurioso. ¿Qué es en definitiva la lujuria? Al encontrarse con otra persona, el lujurioso percibe en esta otra persona un objeto destinado a su goce personal. No siente nada profundo hacia esta persona. Ve al otro superficialmente, en términos de una sexualidad de adolescente inmaduro, que se preocupa solamente por el lado físico de las cosas, sin un verdadero amor y comprensión. No existe una verdadera intimidad entre el lujurioso y el objeto de su deseo desordenado: por tanto, es natural que su relación no sea duradera. La razón es que no existe un auténtico interés por el otro, porque es considerado solamente como un objeto, fácilmente sustituíble y siempre a disposición. Y cuando falla este objeto, el lujurioso no siente su falta. En una relación lujuriosa no hay espacio para la personalidad humana.

El lujurioso es una persona vacía, sin un centro, sin una personalidad, con escaso valor para los demás, para cualquier otra persona. Por consiguiente, no logra ver a los demás sino en términos de pobreza interior, es decir, juzgándolos con su propio metro. No tiene la capacidad de dar y mucho menos de recibir. En la base de este vacío que experimenta, se encuentra la falta de toda verdadera interioridad. No logrando descubrirse en el centro, es obvio que no logre tampoco descubrir a Dios.

El voto de castidad existe, ante todo, para ayudarnos a amar a Dios y luego para amar a nuestros Hermanos: estas dos cosas se identifican. El voto no ha sido hecho para defendernos contra la lujuria, sino para hacer posible el amor. Por el contrario, la lujuria "usa" a los demás: un uso sensual, en la superficie, y un uso total en el centro de las cosas. Como vicio capital, la lujuria es principio o raíz de cualquier uso o manipulación" de los demás. No aspira a la posesión, como la avaricia, que tiene en sí misma un carácter permanente. La lujuria se preocupa de usar al otro para llenar el vacío que tiene dentro de sí misma.

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            En el sentido más profundo, la lujuria es un deseo de poder absoluto

'y de dominio total sobre el otro. Como todos los vicios capitales, es U/1 profundo alejamiento del bien que el otro representa.

Si consideramos la castidad solamente como freno a nuestras inclinaciones sexuales, o también, en un sentido más inmediato, como sacrificio del bien del matrimonio y de la familia, o cuando la vemos como poder y dominio, hacemos dos cosas muy compatibles la una con la otra. En efecto, en el mundo, cuando un individuo se deja llevar por un deseo desenfrenado de poder, a menudo tiende a controlar sus instintos sexuales.

Sólo una castidad considerada como don de Dios, que nos permite amamos mutuamente como Cristo nos ha amado, es decir, de un modo trascendente, completo y total, es un verdadero don que nos hace capaces de sofocar el vicio capital de la lujuria, hasta sus más profundas raíces. La castidad transforma el amor de todas las personas con las que nos encontramos en algo natural y gozoso, mientras la lujuria hace todo esto imposible.

Queridos Hermanos: como superiores mayores debemos vigilar constantemente y tener cuidado de no caer en la tentación de ejercer, de algún modo, un poder o un dominio absoluto sobre nuestros Hermanos. Nuestra autoridad proviene del Padre que está en los cielos, pero por esto mismo es un don que hemos recibido para liberar a nuestros Hermanos de la esclavitud de la soledad y de la falta de amor, para formarlos en esa unión que refleja la que existe entre el Padre y el Hijo.

Sin embargo, no son sólo los superiores de las comunidades religiosas los que están expuestos a la tentación de dominio. Todos los hombres son vulnerables en este campo. Todos los hombres, incluidos los Hermanos, sienten sobre sus espaldas el peso de los siete vicios capitale3. Todos nos sentimos inclinados a dominar, así como todos tenemos en nosotros mismo la posibilidad de amar de un modo digno de Dios.

Cuando en una comunidad religiosa falta el amor fraternal, probablemente existe en ella la tentación de dominar a los demás: pero este dominio divide a los Hermanos entre sí, a las comunidades de las comunidades, a las Provincias de las Provincias, y a todos nosotros de la Iglesia.

¿Cómo pueden utilizar los Hermanos este poder para separar y pata dividir? ¿Acaso puede el chisme, ya sea de ligereza o de malicia, unir alguna vez a una comunidad? Hagamos un poco examen de conciencia: ¿Somos fáciles al chisme o al objeto del mismo? ¿Qué podemos decir de los murmuradores, de los que calumnian, de los que hablan mal de sus Hermanos? Si prestamos oídos a ciertas cosas, o peor todavía, si somos fáciles en actuar basándonos sólo en eso que hemos oído, ¿No participamos acaso en esa sed de poder, característica de las personas que hablan con tal ligereza? Cada uno de nosotros tiene el deber de descubrir en profundidad la razón por la cual se preocupa del lado menos noble que existe en todos los hombres. ¿No será verdad que nos concentramos en la superficie de las cosas y de las personas porque rehusamos la bondad y la belleza que existen en lo profundo? Si es así, actuamos inspirados por el vicio y no por los dones de la fe y de la caridad que hemos recibido en el bautismo.

Cuando pensamos fríamente en nuestros ministerios apostólicos, en las grandes instituciones que administramos, en todo el trabajo que llevamos a cabo en ellas, ¿podemos afirmar con toda honradez que nuestra motivación, el resorte de toda esta actividad, es verdaderamente el carisma de San Juan de Dios? ¿Cuántos son los Hermanos nuestros, esparcidos por el mundo, que siguen atados a sus puestos de poder, como administradores o supervisores? ¿No es verdad que estos "cargos" nos impulsan a ejercer el dominio sobre las estructuras y sobre las personas que colaboran en ellas? ¡No cabe duda que esta sed de poder no puede derivar de nuestro carisma! Por el contrario, proviene del deseo

desenfrenado que tenemos casi todos de prevalecer sobre los demás.

Recientemente, visitando la mayor parte de nuestras Provincias, he visto que nuestro carisma y nuestro testimonio evangélico, son más vivos allí donde nuestros Hermanos han sido privados de sus propiedades y de la administración de nuestras estructuras. En esas Provincias nuestros Hermanos no pueden ni siquiera vestir el hábito religioso. Privados de este modo de las estructuras de soporte, deben forzosamente agarrarse a las cosas del espíritu. Y entonces, allí se manifiesta la fuerza de los verdaderos dones sobrenaturales y con ellos el carisma de San Juan de Dios.

Estoy convencido de que lo que está sucediendo en muchas de nuestras misiones es providencial. Numerosos gobiernos, poco a poco, pero decididamente, nos están privando de nuestras propiedades y de la dirección de nuestros centros. En todo esto, aunque una afirmación de este tipo parezca exagerada, Veo la mano de Dios, que obra para nuestro bien. un bien sobre el que es necesario reflexionar y meditar para aprender a aceptarlo.

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F) EL VICIO DE LA GULA

Lo mismo que la lujuria, la gula ha sido desfigurada por el hombre moderno. Casi diría que ha sido eliminada del pensamiento contemporáneo. Ya no se ve la gula como la raíz que origina muchas de las acciones malas.

Ordinariamente identificamos al glotón con quien es intemperante en la comida y en la bebida. Puesto que a pocas personas les gustan los individuos que llevan una vida animalesca, estos seres se ven a menudo dados de lado y aislados. ¡Pero la gula no es sólo una cuestión de cantidad de comida o de bebida!

Si profundizamos la cuestión, nos daremos cuenta de que la gula es un cierto modo de buscar el placer de los sentidos, el placer de la vida. El glotón o el goloso es quien no logra descubrir la relación que existe entre los sentidos humanos y el alma humana. Y esto es lo que lo hace peligroso y tiende a aislado. El goloso da gracias a Dios por la comida y la bebida, por lo menos algunas veces, pero nunca le agradece la capacidad que Dios mismo le ha dado de poder apreciar el sabor de las cosas. Tal vez, como religiosos, deberíamos revisar algunas de las fórmulas que empleamos antes de las comidas, y que deberían expresar gratitud, pero que de hecho no contienen ningún elemento de agradecimiento.

Desde el punto de vista de los siete pecados capitales y del vacío que ponen de manifiesto en el hombre, nos preguntamos: ¿Con qué se nutre preferentemente el glotón? ¿No es verdad que el glotón trata desesperadamente de colmar el vacío que encuentra en su interior? ¿Acaso no es esta la razón por la que no logra gozar de lo que come y bebe, de lo que ve, siente y toca?

Fundamentalmente el hombre es un ser social, y el hecho de compartir la comida con sus semejantes es un gesto preeminentemente social. Lo que realiza la unión no es la comida o la bebida: ninguna de estas cosas la expresa. Por el contrario, el gozo por lo que comemos o bebemos, esto es una alegría que podemos compartir; pero la alegría nos une sólo cuando gozamos de las personas con las que nos sentamos a la misma mesa. Esto sucede porque Dios nos ha dado facultad de gozar también de las cosas materiales y lo ha hecho porque ha querido que encontráramos en nuestro interior el gozo que deriva del hecho de estar juntos. En sentido cristiano cualquier placer externo tiene que ser orientado hacia la alegría del espíritu. Un placer es verdaderamente humano cuando sirve para unimos más íntimamente.

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El glotón hace daño a los demás porque consume las cosas él solo. Al negarse el conocimiento del placer que le viene de las cosas que come y bebe, él se niega también a gozar de las personas con las que come y bebe. El suyo es un uso egoísta, y por lo mismo un uso malo, no por el hecho de ser egoísta, sino porque el "yo" al que tiende es un "yo" vacío, un "yo" sin Dios. Usando las cosas sin apreciar realmente el placer que proporcionan, el glotón revela a los demás su superficialidad y actuando de este modo hace difícil, si no imposible, una relación con los demás.

Queridos Hermanos, creo que debemos profundizar en el fenómeno de nuestras mesas comunitarias. ¿No es verdad que para evitar caer en el hedonismo, o por haber aceptado un cierto jansenismo, hemos transformado nuestras comidas comunitarias en otro obstáculo al crecimiento común? Dios Padre nos ha dado la posibilidad de gozar en profundidad de la belleza del mundo que El creó expresamente para nosotros. Cuando rehusamos el gozar de esta posibilidad que nos ha sido dada, perdemos de vista la bondad misma de Dios que vive en cada uno de sus dones.

Yo pienso que cada uno de nosotros, Hermanos o Superiores, tenemos el deber de aceptar la responsabilidad de introducir en las prácticas de tipo monástico que hay en nuestra vida todos los cambios que sean necesarios para promover una auténtica comunión fraterna. Tengamos presente que lo esencial es conseguir la comunión, y luego cada uno de nosotros decida cuáles son los cambios que hay que llevar a cabo en los refectorios y en las salas de recreo.

Como dicen nuestras Constituciones y los documentos sobre la renovación de la vida religiosa, los refectorios y salas de recreo deberían ser tan agradables, que los Hermanos se encuentren a gusto en ellos.

G) EL VICIO DE LA PEREZA

Amamos como el Hijo de Dios nos ama, puede ser una cosa natural y fácil, pero exige también mucha energía y reflexión. Pienso que es muy importante para nosotros los religiosos, examinarnos sobre el grado de pereza que demostramos en nuestras relaciones interpersonales. En la superficie, un religioso perezoso puede parecer preocupado por cosas marginales, como el estilo de vida o el ministerio apostólico. Puede parecer enérgico, activo, consciente de su actividad apostólica, más aún, obsesionado por el trabajo, comprometido en él hasta la exageración. En realidad todo esto puede ser una evasión de lo que realmente importa en su vida personal y comunitaria. A nivel espiritual, puede ser un perezoso, que ignora las cosas fundamentales de la renovación religiosa, lo "único necesario", es decir, el crecer juntos en la comunidad religiosa.

Examinando la pereza en la vida religiosa, comenzamos por la periferia de las cosas, como hemos hecho ya en otros casos. Hagamos una breve meditación sobre la pereza, en cuanto vicio capital, y como principio desde el cual se deriva la mayor parte de nuestra pereza interior. Esencialmente la pereza consiste en un desinterés pasivo y colectivo por el bien interior de uno mismo y del otro o también de la comunidad en la que se vive.

Parecería en sí mismo un vicio inocuo, especialmente cuando se esconde detrás de un despliegue de energías en los asuntos administrativos y de organización, o simplemente en la solución de problemas humanos. Un cierto estilo de vida austera en las comunidades religiosas, una cierta mentalidad según la cual algunas cosas deben ser hechas en determinadas circunstancias, una cierta rutina en los actos religiosos, como la Santa Misa, la meditación, las prácticas de piedad, etc., son cosas que pueden facilitar la pereza en nuestras filas. Para un religioso perezoso, todas estas expresiones exteriores de la unión con Dios, son un excelente sustitutivo de una interioridad auténtica. En lugar de "ser" religiosos, tendemos a "hacer" cosas. Gastamos todas nuestras energías en las estructuras externas de nuestras actividades, y no en el estar presentes los unos a los otros, o en el estar delante de Dios en determinados tiempos y lugares sagrados.

Pero la pereza no es solamente el dar una dirección equivocada a las energías humanas. Es algo más que huir de la realidad de un deber actual: es un rechazo de la gracia divina, de la que nos viene justamente la capacidad de estar en comunión con Dios y de crecer juntos. Dado que la pereza espiritual se presenta bajo un aspecto poco peligroso, hay que considerarla un vicio aún más insidioso que los demás en la vida consagrada.

Por mi experiencia como Hermano de San Juan de Dios, en mis visitas a las Provincias, en las lecturas de las síntesis de las respuestas a los cuestionarios, he llegado poco a poco a la convicción (no sin cierto sufrimiento) de que lo "único necesario" lamentablemente es lo que justamente falta muchas veces en nuestra vida. Entre nosotros son muy pocos, y lo he dicho más arriba, los que en sus comunidades han llevado a cabo una experiencia profunda de auténtica caridad. Nuestras Provincias funcionan más como organismos autónomos, que como grupos de individuos participantes en una misma vida divina. Tengo la impresión de encontrarme frente a tantas islas, cuantas son el número de nuestras comunidades. Es triste ver cómo algunos Hermanos maravillosos, que

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viven, sufren, se consumen en nuestras obras misioneras, esparcidas un poco por todo el mundo a veces se sienten como un poco olvidados por los Hermanos que quedaron en la patria.

La falta de interés, ya sea individual ya colectivo, es sinónimo de inactividad y la inactividad es fuente de pereza. En la pereza radican todos los pecados de omisión. Tenemos la tentación de confundir el cansancio físico con la pereza, aun sabiendo perfectamente que la inactividad física puede ir unida tanto a una intensa vitalidad como a la pereza espiritual. No mezclemos la superficie de las cosas con el centro. El problema que aquí nos interesa es otro: es decir, tendemos a confundir la pereza del espíritu con una gran. vitalidad exterior. Como todos los demás vicios capitales, la pereza es una fuerte animadversión hacia el bien, aparentemente pasiva. El religioso perezoso no tiene el valor de comprometerse seriamente en descubrir lo que hay de bueno en él mismo o en los demás, y mucho menos en descubrir a Dios, fuente de toda bondad y de toda felicidad en nosotros.

Queridos Hermanos, no nos engañemos sobre la realidad de la pereza espiritual que existe en nosotros. Puesto que tenemos que confesar que aún no nos hemos descubierto a nosotros mismos o a Dios en el centro de nuestra alma, no tratemos de aducir las excusas tradicionales o los razonamientos propios del perezoso: "Estoy muy ocupado con el apostolado... No tengo suficiente cultura... Necesito hacer algún curso. ..". Nuestro Señor se hizo hombre y predicó su Evangelio de unión a los pobres, a los necesitados, a los analfabetos de Israel. Para comprender la Palabra de Dios y su mensaje, no es necesario ser genios, ni intelectuales, ni siquiera teólogos. Es necesario, sin embargo, tener una gran simplicidad de espíritu y aquel candor infantil propio de los primeros seguidores de Jesús. Esos hombres y esas mujeres aceptaron con corazón abierto la energía, la vitalidad y la gracia que Jesús les ofrecía. No tenían el apoyo de una Orden religiosa que los sostuviera; no tenían como guía a San Juan de Dios (el cual, entre paréntesis, era, como ellos, un hombre sencillo, aunque enérgico); no tenían las ventajas de una moderna civilización, ni dos mil años de experiencia cristiana a sus espaldas. Sin embargo, todos, con gran energía, cargaron con su cruz y siguieron al Señor. ¡Qué tragedia sería el que nosotros arrastráramos nuestras vidas de una forma pasiva, sin entusiasmo, sin una interioridad vivida en plenitud!

Lo mismo que la gula puede hacer su aparición en nuestros refectorios y salas de recreo, así la pereza espiritual podría asentarse en nuestras capillas y oratorios. Esto puede suceder si rezamos con indiferencia, si estamos adormilados durante la celebración eucarística, si tomamos a la ligera la dirección espiritual. A veces nuestros Hermanos se escuchan

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poco y sólo superficialmente, Y si aceptan las realidades interiores 10

hacen, más como espectadores ante una pantalla, que como personas

participantes en el drama de la vida comunitaria.

¿Y qué decir del perezoso aislamiento en el que podríamos refugiarnos, apartándonos de las alegrías y de los dolores del mundo en que vivimos? Qué decir del posible desinterés colectivo por las injusticias y las discriminaciones que hay en el universo? ¿Qué decir de la ignorancia que tenemos acerca de las reales condiciones del "tercer mundo", debida ella también a la pereza? ¿Y qué pensar del hecho de que muchas de las fuentes del enriquecimiento humano, que se encuentran en las ciudades donde vivimos, son ignoradas por nosotros? ¿Qué pensar de nuestra pasividad ante la antigua y la nueva enseñanza de la Iglesia? ¿Y de la pereza con la que abordamos el estudio de nuestro carisma? ¿Y de las horas perdidas pasivamente ante la televisión? ¿Y de la lectura descuidada de la Sagrada Escritura, que nos impide descubrir la figura auténtica de Cristo, nuestro Salvador y Maestro?

El orgulloso se contenta con el vacío y la pobreza espiritual. Por el hecho mismo de ser orgulloso, el perezoso se niega a actuar en este campo. Demos una mirada a nuestro vacío y pobreza, y luego demos otra a las cosas que Dios ha preparado para nosotros, para cuando entremos en su Reino.

Actuemos de modo que la renovación de nuestro espíritu nos libre de la pereza y nos ayude a realizar esa "vida más abundante" que Dios nos ofrece a través de su Hijo.

 

CONCLUSION

 

Queridos Hermanos, como conclusión de este largo y complejo discurso, quisiera indicaros lo siguiente: la experiencia que hemos llevado a cabo, es decir, la de enfrentarnos con el mal, y en particular con los siete vicios capitales, no ha sido negativa.

Todo lo contrario, ha sido positiva por dos razones: ante todo sabemos que, dando de lado a estos problemas, no se conseguirá ningún tipo de renovación. Creo que todos estamos de acuerdo y comprendemos que, en un proceso de renovación, debe existir una dimensión purgativa. Así, mirándome a la luz de mi inclinación al pecado, he logrado, por lo menos, quitarme de encima el peso de la autodesilusión Y de la fantasía.

La segunda razón por la que no juzgo negativa esta experiencia, sino enteramente positiva, es que estas sombras me han ayudado a iluminar los colores que Dios ha usado para pintar ese cuadro que soy "yo mismo". Cuando un hombre se reconoce pecador, en la cruda realidad del pecado que se encuentra en el centro de su propio ser, todos los temores y angustias de crecer junto con los demás, desaparecen. Quitándome la máscara de la "impecabilidad" me veo como realmente soy, y entonces me doy cuenta de que este ser mío es bueno.

En mi discurso de clausura os ofreceré algunas consideraciones sobre los puntos fuertes que nos unen: serán las "luces" que resaltan al contraste de las "sombras" que hoy hemos considerado.

Por el hecho mismo de que somos pecadores y probablemente porque hemos pecado, Dios nos ha dado estos grandes dones.

Seamos hombre de fe: con la fe podemos miramos a los ojos, como nos mira y nos ve el Hijo de Dios.

Seamos hombres de esperanza: con ella podemos contemplar nuestro futuro como hijos adultos de Dios.

Seamos hombres de amor: con él podemos llegar a esa comunión que existe entre el Padre y el Hijo.

También hemos recibido los dones de la justicia, de la fortaleza, de la prudencia y de la templanza, y cuatro puntos fuertes que son nuestros votos.

En estos dones, si los entendemos profundamente, podemos encontrar también la fuerza que necesitamos y la gracia conveniente para empeñamos a fondo en el proceso de renovación de nuestro espíritu y de nuestro carisma, que nos llevará a amar a Dios y a nuestros Hermanos, con un amor semejante al del Hijo de Dios.

 

DILEMA INSTlTUCIONAL

            lesqU1!mal

Primer dilema

Apostolado individual, "p,ivado": el miembro

se pierde para la comunidad

y para la institución.

Apostolado in"ituciona!, estructurado en amplia

escala: el miembro es sacrificado . la institución.

Solución falsa

LA COMUNIDAD

Los dos puntos indicados arriba están "fuera de camino".

Una comunidad abierta a los demás: .1 interés .. I

primero es el apostolado.         I

UNA COMUNIDAD CENTRADA EN DIOS

l

Los dos tipos de comunidad mencionados arriba no tienen un centro auténtico.

 

Segundo diiema

Una comunidad encerrada en si misma: el interés primero son sus miembros.

Solución verdadera.

En una vida religiosa renovada, tanto a nivel personal como a nivel comunitario, Dios es el único centro posible en el que individuo e institución, comunidad y apostolado, encuentran su armoniosa integración.

Individuos, instituciones Y comunidades están abiertos a la renovación cuando cada uno encuentra en Dios el centro de todo. La renovación es integración del Espíritu, del carisma y de la fraternidad.

 

CAPITULO

III

Los puntos fuertes que nos unen

(Discurso de Clausura en las jornadas de Granada)

"Ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman".

(1 Cor. 2,9)

 

 

Queridos Hermanos en Cristo:

En mi anterior exhortación intenté daros materia de reflexión sobre las barreras que pueden dividirnos. Con honradez y espíritu abierto os expuse la realidad de cada Provincia, aunque sin olvidar lo que puede unirnos entre nosotros como hombres, como religiosos, como hermanos, y en este caso como superiores mayores, para unirnos luego con Cristo, con la Iglesia y con la Orden, no de un modo artificial, sino auténtico.

Espero y deseo que en estos días hayamos experimentado en profundidad el valor de encontrarnos juntos a la luz de la fe; porque, de hecho, el nuestro ha sido un encuentro de fe, una reunión en la cual los superiores mayores de nuestra Orden se han encontrado, por dos razones: la primera, para intentar poner en marcha el árduo problema de la renovación, encontrando a ser posible, a nivel de las diversas Provincias, los medios de iniciar este proceso, no inventado por vuestro General, como sabéis, sino querido por la Iglesia; la segunda razón de nuestro encuentro está en proceder a un examen, aunque sea rápido, de los problemas y del momento actual de nuestra Orden.

Por tanto, nuestra reunión ha sido ante todo un comienzo: de hecho, no descubriremos nunca el verdadero significado de la renovación, si antes no hemos tenido la experiencia de ser todos hijos de Dios. Luego, ha sido también un medio: pues, a través de esta experiencia, nos habremos esforzado seguramente en aprender cómo iniciar el mismo proceso en nuestras Provincias.

Antes de entrar en la consideración de los puntos fuertes que Dios nos ha dado con tanta generosidad para poder realizar una auténtica renovación, pienso que es importante el detenemos a profundizar juntos en aquello que nos proponemos realizar, teniendo presente, y perdonadme si lo repito, que es muy importante convencerse de que el proceso de renovación no es una vana preocupación del actual General, sino un deber fundamental impuesto por la Iglesia" querido por Dios y, ya desde hace algunos años, compromiso auténtico de muchas Ordenes y Congregaciones religiosas.

San Pablo nos dice que cosas como estas "no han entrado nunca en el corazón del hombre".

¿Podremos, por consiguiente, comprender verdaderamente de qué se trata? Si nos fiamos sólo de la sabiduría humana y de nuestra capacidad, pienso sencillamente que no.

El Nuevo Testamento nos dice que Dios tiene preparadas cosas maravillosas para nosotros, para cuando entremos en su Reino.

Pero el Reino lo tenemos delante y a nosotros nos corresponde cruzar sus umbrales. La Nueva Ley está escrita en nuestros corazones y es ahí donde tenemos que descubrirla, ante todo, con un verdadero y comprometido esfuerzo interior, para después reflejarla en la dinámica de nuestra vida cotidiana.

Es verdad que esta Nueva Ley será perfecta sólo en el Reino de los Cielos. También es verdad que si no abrazamos, aquí y ahora, el Reino que tenemos presente, no llegaremos nunca a alcanzar el que nos aguarda.

¿Qué diremos, pues, del Reino presente, que está sobre la tierra? ¿Es posible que no sea más que un paso, un punto de transición hacia el Reino de los Cielos? ¿Cómo puede ser eso?

Este Reino sobre la tierra no es obra de filósofos y teólogos. Nos lo dice San Pablo en la primera carta a los cristianos de Corinto: "Por. que la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres" (1 Coro 1,25).

Este Reino es, pues, obra de Dios y nosotros alcanzamos a comprenderlo sólo a través de su Hijo. En este Reino, la primacía corresponde a la comunión entre los hermanos. Jesús, en efecto, rezó para que fuésemos uno, como El y el Padre son uno, y para que nos amásemos

como nos ama El.

Estas simples declaraciones, escritas en nuestros corazones, representan la plenitud de la locura divina; estas sencillas palabras están tan llenas de misterio, que sólo las comprenderemos si estamos abiertos al Espíritu que habita en nosotros, Y si aprendemos a mirar a este mundo nuestro de estupidez con los ojos de Cristo clavado en la cruz.

En la cruz, Jesús se encuentra abandonado, no sólo de sus discípulos, sino también del Padre. En la cruz, en este abandono total y radical, Jesús es realmente uno de los suyos: Y esta forma de asemejarse a los suyos, es precisamente el modo concreto escogido para realizar la voluntad del Padre.

Acerquémonos, pues, a esta cruz Y tratemos de entrar en el corazón del Señor moribundo, si queremos descubrir en la humanidad aquella potencialidad de comunión que El tenía en su interior, que tantas veces había manifestado en su predicación y que fue puesta por El como señal de identificación para sus seguidores.

Si miramos a la familia humana con ojos diferentes de los de Jesús, veremos sólo una multitud de personas que blasfeman y lanzan insultos contra el mismo Dios; veremos sólo unos discípulos cobardes que huyen aterrorizados de esta agonía desgarradora, como avergonzados por el fracaso de su aventura; tal vez se nos ocurrirá también a nosotros unirnos a los soldados para enredamos en la discusión sobre la túnica sin costura del condenado. Encontraremos lealtad Y fidelidad sólo en su Madre bendita y en algunas mujeres que lo amaban tiernamente.

Observando después la historia de los siglos, nos encontramos frente a incesantes contiendas y luchas, agravadas con numerosas guerras y batallas. Veremos a' hermanos que matan a sus hermanos, como si el hombre no fuese digno del amor de Dios. Estando de pie, junio a la cruz, podríamos asistir también a estas contiendas, hasta en las comunidades religiosas y en la Iglesia misma.

Pero, ¿son estas las cosas que Cristo vio desde la cruz? ¿Son estos los seres humanos por los que sacrificó su vida? Es esta masa amorfa la que Dios quiso redimir por medio de su Hijo?

Los casos son dos: o su visión fue locura total y la Sabiduría encarnada de Dios una estupidez sin límites, o el modo que Dios tiene de mirar las cosas es completamente diferente del nuestro.

Para comprender el punto de vista de Cristo, desde la cruz, debemos remontamos a través de los siglos y colocamos en los tiempos anteriores a esta escena dramáticamente trágica del Calvario.

Reflexionemos un poco sobre la relación que existía entre nuestro Señor y cada una de las personas que encontró durante su vida terrena.

Le gustaba estar con los pecadores, con los "marginados" de la "civilización" judía, y los amaba. Le complacía mezclarse con todos aquellos que, a los ojos de los judíos, eran antipáticos y dignos de desprecio. Se sentía atraído por aquellos que eran naturalmente repelentes.

Para intensificar, y casi diría, para consagrar este misterio de caridad, Jesús se arrodilló, lleno de respeto y de amor, delante de Judas que ya había decidido hacerla matar.

Pedro lo había negado tres veces, pero Jesús le dirigió una mirada llena de bondad.

En el momento de su muerte, Jesús suplica a su Padre que perdone a sus verdugos.

Resucita de entre los muertos, diría yo, como para ser uno de aquellos que lo habían abandonado.

En el Pan Eucarístico, se pone para siempre a disposición de aquellos que no habrían osado jamás presentarse delante de El para mirarlo.

Dio su Espíritu a aquellos que no habían acertado a reconocerlo como la ley "no escrita" que se encuentra en el corazón de los hombres.

A todos concedió en abundancia su gracia, y los dones y frutos de su Espíritu.

Hizo realidad la felicidad sobre la tierra, para quienes quieren amarse, y concede la felicidad del cielo a quienes hayan gozado sobre la tierra de aquella otra felicidad.

Todos estos acontecimientos y todos estos dones, queridos Hermanos, nosotros los conocemos bien: son parte integrante de nuestra herencia cristiana.

Tal vez hayamos llegado al punto de no poder contentarnos con permanecer junto a la cruz, sino que deseamos introducimos en el ser mismo de nuestro Salvador agonizante, para ver las cosas como Ellas vio cuando pendía de la cruz.

Toda esta gente de la que hemos hablado, abandonada a sí misma, se habría limitado a tener en potencia la unión de la que habla Jesús y que hace de El y del Padre una sola cosa; sin embargo, al morir, El dio la vida a estos hombres y, a través del don del Espíritu, hizo esta vida" aún más abundante".

Jesús previó que muchos seres humanos, bien dispuestos, aceptarían estos dones suyos: su muerte y su vida en el Espíritu. Sabía que responderían con generosidad y darían testimonio de El con todo su ser.

Conocía nuestras debilidades, pero también nuestros puntos fuertes. A través de su Apóstol, Pablo, El nos dice: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿La angustia?, ¿La persecución?, ¿El hambre?, ¿La desnudez?, ¿Los peligros?, ¿La espada?.. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separamos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom. 8,35. 38-39).

Mirando a aquella multitud de rostros frente a su cruz, Jesús vio, sin duda, que este amor divino e indestructible, sería comunicado al hombre para hacerla verdaderamente uno con sus hermanos.

¡Qué hermoso es contemplar, desde lo alto de la cruz, este crecer conjunto de la familia humana! Ver a esta familia en una unión tan maravillosa, como para convencer a Dios a rebajarse, hasta el punto de despojarse de su rango, convirtiéndose en un miembro más de esta familia. Esto es lo que S. Pablo dice de Cristo: "A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios" (Flp. 2,6).

Al disponernos a iniciar nuestro proceso de renovación, hemos de tener presente que el misterio inefable de la comunión del hombre con Cristo es para nosotros un... realidad ya poseída y, al mismo tiempo, una meta que hemos de alcanzar; una realidad que poseemos: pues Jesús nos ha dicho que somos una cosa sola con El, como la vid con los sarmientos; una meta que hemos de alcanzar: porque se trata de una comunión tan profunda y misteriosa que, en esta tierra, no llegaremos más que a entreverla de una manera vaga.

Por medio de nuestra renovación no vamos a intentar crear entre nosotros un lazo de unión: este lazo de unión ya está creado por Dios. Nuestra renovación ha de llevarnos, más bien, a descubrir este lazo que ya existe y a encontrar nuestra felicidad precisamente en esta comunión que Dios nos ha proporcionado.

¿Llegaremos a realizar este ideal? ¿De qué energías, de qué poderes, de qué gracias tenemos necesidad para conseguirlo?

¿Tendremos la fortaleza necesaria para admitir la realidad de esta unión y paca vivir según sus exigencias?

 

LA FE

Cuando Dios propone a un hombre una meta o un deber que sobrepasan sus fuerzas naturales, al mismo tiempo, le da las fuerzas necesarias para ponerlo en condiciones de alcanzar esa meta y de cumplir ese deber. Lo contrario sería incompatible con la bondad de Dios.

Leyendo en el Antiguo Testamento la historia del hombre como tal, notamos estas dos cosas: Dios fija las metas y Dios da los medios para alcanzarlas.

Recordemos, por ejemplo, el caso de Abrahán: Dios le pide que se ponga en camino. Parecía una orden que sobrepasaba sus capacidades humanas, pero Abrahán se pone en camino. Se le propone una meta difícil. No conocía el país de destino. Todo era para él incomprensible. Pero alcanzó la meta. San Pablo, en su carta a los Romanos, nos dice que Abrahán logró esa meta gracias a la fe.

He aquí, por tanto, la segunda de las cosas que siempre se da: ante una meta que parece inalcanzable, Dios proporciona un poder casi inconcebible. Abrahán era débil; ante el sacrificio de Isaac que Dios le pedía, el viejo Patriarca se sobresaltó, pero se le dio la fuerza para superar esta debilidad.

Todo el Antiguo Testamento está lleno de estas experiencias. Este tipo de debilidad humana es tan evidente en estas páginas, que se le dio un nombre llamativo: pecados capitales.

Como recordáis, utilicé este nombre en mi otro discurso, dedicado precisamente a los vicios capitales.

Quienes se abrieron al don de la fortaleza de Dios, lograron siempre superar sus debilidades. A veces se trataba de dones individuales, como es el caso de Abrahán. Otras veces eran dones colectivos, como los varios pactos que Dios hizo con su pueblo. De todos modos, barreras que parecían insuperables, se desmoronaban. Así podremos hacer nosotros también a través de una verdadera unión: podremos abatir las barreras que nos dividen.

Dios nos propone deberes aparentemente imposibles de cumplir, nos pone frente a barreras que parecen insuperables, pero nunca deja de ayudarnos de un modo que escapa a nuestra comprensión humana.

Pasó algún tiempo antes de que los judíos entendieran lo que Dios pretendía de ellos. Pero cuando el Mesías llega, algunos de ellos le comprenden, como aparece claro en la conversación de Jesús con el doctor de la Ley. "Maestro, le preguntó éste, ¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley? El le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas" (Mt. 22,36-40).

He aquí, por tanto, el resumen y la sustancia de la Ley Antigua. Fue necesaria la fe para comprenderla y vivirla.

Sin embargo nosotros hemos recibido una Nueva Ley y un nuevo mandamiento. No basta amar a los otros como nos amamos a nosotros mismos. El mandamiento de Cristo es que "nos amemos los unos a los otros como El nos amó".

Para comprender y vivir este mandamiento se necesita una fe todavía más profunda. Dios nos pide hacer una cosa que sobrepasa nuestro poder humano ya que, sólo con las fuerzas naturales, no podemos amar como ama Dios. Por consiguiente, Dios nos ha dado un nuevo tipo de fe, un don sobrenatural que nos da el poder de hacer cosas que, humanamente hablando, están por encima de nuestra capacidad.

La fe es un don que influye en nuestra mente y nos ayuda a comprender este nuevo mandamiento. Con la fe podemos ver lo que significa amar a los otros como Cristo nos ama y estar unidos entre nosotros como el Padre y el Hijo lo están.

La fe obra de dos maneras: por un lado, nos ayuda a descubrir las barreras que nos separan, a comprender nuestra debilidad y los siete vicios capitales que son parte integrante de ella; por otro lado, la fe nos dice que hemos sido redimidos y que, consiguientemente, somos hijos de Dios.

El pecado, como Cristo lo describe, no será jamás comprendido a fondo si no es a la luz de la fe. Es necesaria también la fe para comprender el amor en la forma en que es enseñado y vivido por Jesús. Se habla demasiado de amor fraternal, de amor comunitario, pero muchas veces son expresiones derivadas de un mandato externo o del deseo de una convivencia social tranquilizadora: debemos convencemos, por el contrario, que el amor encuentra sus raíces en un verdadero proceso de fe.

El proceso de renovación debe empezar en nosotros precisamente por la renovación de nuestra fe. La fe debe ser vivificada. Debemos aprender a usar nuestra fe.

Durante muchos años la fe nos ha servido para aceptar las enseñanzas del Evangelio y de la Iglesia. Cosa óptima, pero insuficiente en nuestros días.

Mientras buscamos cómo renovar nuestra fe, debemos aprender a usada para iluminar las profundidades de nuestro "yo" y las profundidades del "yo" de nuestros Hermanos. La fe sirve para guiar la mente del Hermano al corazón de las cosas. La fe, reavivada a través de la renovación, ayudará al Hermano a descubrir la belleza interior y la bondad que él tiene dentro de sí mismo y que existe también en 103 otros.

Cuando un Hermano se desprecia a sí mismo o desprecia a un Hermano suyo, es seguro que no ejercita una fe auténtica. Cuando un Hermano no logra vera la gran bondad que existe en él, capaz de atraer incluso a Dios, tampoco ejercita una fe auténtica. Cuando no logramos aceptar el hecho de que Cristo amaba a los pecadores, somos esclavos del orgullo y no hay fe en nosotros.

La fe no nos despoja de nuestra debilidad ni de nuestro orgullo, pero los ilumina, como ilumina nuestra belleza interior. Con la fe vemos que

el mal ha sido derrotado dentro de nosotros y que el pecado, lejos de ser una fuerza, es una debilidad.

A la luz de la fe echamos de ver que los malvados, los orgullosos, los envidiosos o los iracundos, a veces logran hacer muchas cosas, pero comprendemos que esas cosas tienen muy poco valor. El peor mal de todos estos, es su propia división.

Es la fe la que nos ayuda a admitir que somos débiles y que todos los pecadores son débiles.

Sería un mal síntoma el oponerse al proceso de renovación; el escepticismo y la abulia de quien obrara de esa manera herirían el compromiso de los demás Hermanos y demostrarían la existencia de una fe débil e inoperante.

Nuestra fuerza está en el hecho de que, a través de la fe, logramos ver, no sólo el mal que hay en los otros, sino también el bien. Vemos que la bondad consigue siempre la victoria sobre el mal, como Cristo, con su resurrección, logró una victoria completa sobre la muerte.

Intentemos figurarnos una comunidad hospitalaria renovada profundamente en su fe, con una fe viva y operante, y veremos que muchos de los problemas que preocupan a la Orden (mantener o no la propiedad de las estructuras, trabajar en obras pequeñas o grandes, tener comunidades tradicionales o experimentales, etc.) desaparecen como por encanto o encuentran rápidas e iluminadas soluciones.

 

 

 

LA ESPERANZA

 

La esperanza es un don sobrenatural que nos ayuda a ver o a comprender los pasos que debemos dar en el camino de la renovación. La fe ilumina la meta de la verdadera unión; la esperanza, el proceso que hay que seguir para conseguirla. Si nos encontramos como personas que crecen juntas, en una comunión similar a la del Padre con el Hijo, entonces somos hombres de esperanza.

La esperanza ilumina tanto nuestro "yo", como el de los otros. Ilumina nuestro "yo", cuando podemos decir que vamos creciendo hacia la plenitud del Hijo de Dios; ilumina el de los otros, cuando vemos que también los demás crecen en la misma dirección.

Hoy se habla mucho del crecimiento y desarrollo de la persona. Desgraciadamente muchas de estas ideas han nacido de la "psicología del crecimiento" y no tienen la profundidad de una visión verdaderamente cristiana.

Se leen muchos libros sobre la teología de la esperanza, pero raramente ayudan a centrar la atención en la mutua unión, que es el objeto propio de esta virtud.

La esperanza nace de la esclavitud. Cuando sé que tengo en mí el poder de amar como Dios ama, pero no logro progresar en el bien, en una auténtica vida de unión, en el amor que se sacrifica por los Hermanos de comunidad y por los hermanos necesitados a los que, por vocación, debo servir, quiere decir que mi esperanza no es operativa.

Por medio de la esperanza descubro el significado de la soledad y del aislamiento, donde no puedo ni ver ni ser visto, ni escuchar ni ser escuchado. Por medio de la esperanza descubro que estoy prisionero, aislado y solo. Por medio de la esperanza comprendo el significado de este aislamiento, que no me permite ni ver ni ser visto, ni escuchar ni ser escuchado. Cuando caigo en la cuenta de este aislamiento mío y descubro que forma parte de mi existencia, entonces es cuando empiezo a esperar.

Yo, que os estoy hablando, soy hoy el General de la Orden; pues bien, cuando miro a mi alrededor con toda honradez, me pregunto si habrá alguno entre vosotros que pueda amarme verdaderamente, o si, realmente, yo amo a alguno. Me veo como asaltado por muchos temores. Sé que estos temores tienen su raíz en mí mismo, no en mi relación con los Hermanos. No debería existir en mí temor alguno con respecto a los que se oponen al proyecto de renovación o a otros programas exigidos por las Constituciones o queridos por los Capítulos, ya que esta oposición se funda en el mal, y esto es debilidad. Menos aún debería temer nada de parte de aquellos Hermanos que apoyan la renovación de nuestra Orden, porque sé que puedo contar con su ayuda. El miedo, pues, Y la ansiedad provienen de mi inclinación al pecado y de mi orgullo. Cuando logro entender esto a la luz de la fe, entonces comprendo que también yo tengo necesidad del don de la esperanza.

Yo querría que vosotros, los Provinciales y todos los Hermanos, os examináseis también a la luz de la esperanza. En esta búsqueda de fuerza interior encontraréis a menudo, en medio de vueStros temores, la virtud de la esperanza que necesitáis para liberaras a vosotros mismos y a los otros de vuestra debilidad.

La esperanza es liberación de las tinieblas y de todas las distracciones que se encuentran en las tinieblas. Si no logro verme como hijo de Dios, vivo en las tinieblas. En estas tinieblas tropiezo, voy titubeando, buscando alguna cosa o alguna persona sobre quién apoyarme. En las tinieblas construyo un imperio para mí mismo y una muralla que me proteja. Hecho esto, creo estar seguro en esta fortaleza, es decir, en el control que ejerzo sobre los otros, en las reglas que observo o en las tradiciones con las que me identifico. Pero todas estas cosas representan, no la esperanza, sino la falta de ella, y me dicen que debo aprender a hacer uso de la luz de mi esperanza para iluminar las tinieblas en que me encuentro.

Cuando la libertad parece imposible, entonces nace la esperanza. Cuando me parece que estoy hundiéndome, entonces la esperanza me sostiene.

Cuando no veo la luz más allá del túnel de la soledad, entonces la esperanza trae la luz. Cuando me parece que debo conformarme con la idea de ser una criatura inútil, entonces la esperanza me revela mis valores. Cuando confundo los barrotes de la prisión de esta vida por aquellas cosas que son las únicas capaces de darme la alegría y la felicidad, entonces la esperanza es la que ilumina los verdaderos manantiales de la realización humana.

En la lucha es donde aprendo a esperar. Ser hijo de Dios quiere decir aprender a superar los obstáculos. Sea que el obstáculo lo encuentre en una persona concreta, en una comunidad o en una Provincia, en mi nacionalidad o en mi formación cultural, siempre es la esperanza la

que me libra de estas limitaciones. Por medio de la esperanza consigo ver más allá de lo que hay en un americano, en un australiano o en un italiano; con la esperanza me veo como parte de la familia de Dios y logro encontrarme bien en cualquier situación en la que me encuentre, pues Dios me da la fuerza para ello.

La esperanza abraza el pluralismo, mientras la desconfianza no encuentra su puesto en ninguna parte. La esperanza se entusiasma con la multiplicidad de formas que nuestro espíritu y nuestro carisma pueden asumir, en tanto que la falta de ella querría encerrado todo en el mismo esquema. ¡Cómo es necesaria y urgente nuestra renovación en esta faceta de la esperanza, si queremos sobrevivir en la historia y en nuestro carisma!

Cuando en nosotros existe la virtud de la esperanza y ésta es activa, gozamos de una gran paz con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea, estamos llenos de confianza, sentimos seguridad de nosotros mismos y nos encontramos en calma.

La esperanza no es violenta, no ejerce presión o fuerza, no se impone a nosotros mismos ni a los otros. Donde hay esperanza no existen los engaños ni la "política". Si tengo esperanza, puedo incluso arriesgarme a ser honrado y sincero con todos. La esperanza es la experiencia de Dios en los dones que El me ha proporcionado para que sea libre.

La esperanza se relaciona con el movimiento y crecimiento de las cosas, por eso ella me hace consciente del valor de este movimiento y crecimiento. La libertad es movimiento: es pasar del aislamiento a la compañía con los demás, para encontrar ahí lo que necesito en orden al ejercicio de esta libertad. La libertad de que hablo, es la libertad de los hijos de Dios: la libertad de amar como Dios ama y la libertad de estar unidos entre nosotros como el Padre y el Hijo lo están.

 

LA CARIDAD

 

Cuando hablamos de libertad en nuestra vida religiosa, es necesario verificar si esta libertad nace de la esperanza y se proyecta en ella, porque si así no fuera tendríamos que pensar que hemos tomado un camino equivocado que no desembocará en la luz.

La caridad, o mejor el amor, es aquel poder que tenemos de estar unidos entre nosotros, en el centro mismo de nuestro ser. Para el cristiano no hay amor sin fe y sin esperanza, así como no existe amor sin las cuatro virtudes cardinales.

Como ya dije hablando del pecado, los vicios capitales oscurecen la bondad y belleza del prójimo, haciéndolo feo y repugnante. La virtud sobrenatural del amor es el poder y el don que tengo en mí, de responder de modo sensible y apropiado al otro. El fruto del amor, basado en la fe y en la esperanza, es la unión.

ción se funda en el mal, y esto es debilidad. Menos aún debería temer nada de parte de aquellos Hermanos que apoyan la renovación de nuestra Orden, porque sé que puedo contar con su ayuda. El miedo, pues, y la ansiedad provienen de mi inclinación al pecado y de mi orgullo. Cuando logro entender esto a la luz de la fe, entonces comprendo que también yo tengo necesidad del don de la esperanza.

Yo querría que vosotros, los Provinciales y todos los Hermanos, os examináseis también a la luz de la esperanza. En esta búsqueda de fuerza interior encontraréis a menudo, en medio de vuestros temores, la virtud de la esperanza que necesitáis para liberaros a vosotros mismos y a los otros de vuestra debilidad.

La esperanza es liberación de las tinieblas y de todas las distracciones que se encuentran en las tinieblas. Si no logro verme como hijo de Dios, vivo en las tinieblas. En estas tinieblas tropiezo, voy titubeando, buscando alguna cosa o alguna persona sobre quién apoyarme. En las tinieblas construyo un imperio para mí mismo y una muralla que me proteja. Hecho esto, creo estar seguro en esta fortaleza, es decir, en el control que ejerzo sobre los otros, en las reglas que observo o en las tradiciones con las que me identifico. Pero todas estas cosas representan, no la esperanza, sino la falta de ella, y me dicen que debo aprender a hacer uso de la luz de mi esperanza para iluminar las tinieblas en que me encuentro.

Cuando la libertad parece imposible, entonces nace la esperanza. Cuando me parece que estoy hundiéndome, entonces la esperanza me sostiene. Cuando no veo la luz más allá del túnel de la soledad, entonces la esperanza trae la luz. Cuando me parece que debo conformarme con la idea de ser una criatura inútil, entonces la esperanza me revela mis valores. Cuando confundo los barrotes de la prisión de esta vida por aquellas cosas que son las únicas capaces de darme la alegría y la felicidad, entonces la esperanza es la que ilumina los verdaderos manantiales de la realización humana.

En la lucha es donde aprendo a esperar. Ser hijo de Dios quiere decir aprender a superar los obstáculos. Sea que el obstáculo lo encuentre en una persona concreta. en una comunidad o en una Provincia, en mi nacionalidad o en mi formación cultural, siempre es la esperanza la que me libra de estas limitaciones. Por medio de la esperanza consigo ver más allá de lo que hay en un americano, en un australiano o en un italiano; con la esperanza me veo como parte de la familia de Dios y logro ..encontrarme bien en cualquier situación en la que me encuentre, .pues Dios me da la fuerza para ello.

La esperanza abraza el pluralismo, mientras la desconfianza no encuentra su puesto en ninguna parte. La esperanza se entusiasma con la multiplicidad de formas que nuestro espíritu y nuestro carisma pueden asumir, en tanto que la falta de ella querría encerrado todo en el mismo esquema. ¡Cómo es necesaria y urgente nuestra renovación en esta faceta de la esperanza, si queremos sobrevivir en la historia y en nuestro carisma!

Cuando en nosotros existe la virtud de la esperanza y ésta es activa, gozamos de una gran paz con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea, estamos llenos de confianza, sentimos seguridad de nosotros mismos y nos encontramos en calma.

La esperanza no es violenta, no ejerce presión o fuerza, no se impone a nosotros mismos ni a los otros. Donde hay esperanza no existen los engaños ni la "política". Si tengo esperanza, puedo incluso arriesgarme a ser honrado y sincero con todos. La esperanza es la experiencia de Dios en los dones que El me ha proporcionado para que sea libre.

La esperanza se relaciona con el movimiento y crecimiento de las cosas, por eso ella me hace consciente del valor de este movimiento y crecimiento. La libertad es movimiento: es pasar del aislamiento a la compañía con los demás, para encontrar ahí lo que necesito en orden al ejercicio de esta libertad. La libertad de que hablo, es la libertad de los hijos de Dios: la libertad de amar como Dios ama y la libertad de estar unidos entre nosotros como el Padre y el Hijo lo están.

Cuando hablamos de libertad en nuestra vida religiosa, es necesario verificar si esta libertad nace de la esperanza y se proyecta en ella, porque si así no fuera tendríamos que pensar que hemos tomado un camino equivocado que no desembocará en la luz.

 

LA CARIDAD

 

La caridad, o mejor el amor, es aquel poder que tenemos de estar unidos entre nosotros, en el centro mismo de nuestro ser. Para el cristiano no hay amor sin fe y sin esperanza, así como no existe amor sin las cuatro virtudes cardinales.

Como ya dije hablando del pecado, los vicios capitales oscurecen la bondad y belleza del prójimo, haciéndolo feo y repugnante. La virtud sobrenatural del amor es el poder y el don que tengo en mí, de responder de modo sensible y apropiado al otro. El fruto del amor, basado en la fe y en la esperanza, es la unión.

Por medio de la fe, veo la belleza interior de los otros; por medio de la esperanza, trato de unirme con ellos; por medio de la caridad, realizo esta unión.

En las comunidades religiosas, lo opuesto al amor no es el odio, sino el juicio que hacemos de nosotros mismos y de los demás. Aunque hablemos bien del amor fraternal, nos colocamos contra el amor siempre que reprimimos los impulsos generosos y creativos de los Hermanos, juzgándolos con desprecio o criticándolos malévolamente, tal vez porque turban nuestro esquema de vida y nuestra tranquilidad.

Aparte el hecho de que nos amamos tan poco, nuestro mayor pecado como religiosos, es el de tratar de juzgar a nuestros Hermanos. "Yo soy el camino, la verdad y la vida". Y además: "La verdad nos hará libres".

Nuestro Señor dio su vida para que pudiésemos amarnos los unos a los otros "en abundancia", más aún, "con gran abundancia". Quienes disminuyen o limitan de alguna manera esta "gran abundancia", obran contra el amor.

Los que pasan su vida evitando el trato íntimo con sus Hermanos, no aman como ama el Hijo de Dios. El, en efecto, nos ha revelado los secretos más íntimos de su Corazón y los secretos de su Padre. Si nosotros escondemos nuestros "secretos" y nos protegemos de cualquier intromisión, no podemos pretender ser sus imitadores.

Amamos a nuestros Hermanos, cuando lo que decimos de ellos, queremos que sirva para manifestar la bondad y la belleza interior de un Hermano a otro. Todas las veces que hemos disminuído la estima de un Hermano ante otro o a los ojos de un superior, debemos preguntarnos con toda honradez si esto ha sido el fruto de la virtud teologal del amor o, en cambio, el resultado de nuestras malas inclinaciones. El amor nunca disminuye al otro. El amor construye, levanta al otro, lo hace atrayente, para construir así la unidad. La inclinación a juzgar, a destruir al otro, es colocado en situación de siervo o de esclavo. Por lo demás, quien se deja llevar de la tendencia a juzgar, sea esclavo o amo, no ama.

Si una cosa está clara hoy en nuestra Orden, al empezar este proceso de renovación, es que, por todas partes, a todos los niveles de nuestra vida, existe mucha soledad.

El Vaticano II nos ha enseñado que somos seres sociales en el fondo de nuestro ser. Nos ha enseñado que la vida es un encuentro y que, si queremos ser personas más completas, tenemos necesidad de una unión más íntima.

La soledad es la incapacidad de establecer con los otros una relación a nivel interior. La persona que se aísla dice que no logra sentir ni comprender la necesidad de comunicarse con los otros, pero pensando, al mismo tiempo, que son los otros los culpables de esta falta de comunicación. ¿Acaso no es esto lo que dicen todos los Hermanos que "abandonan"?, ¿No son estas las quejas más frecuentes entre superiores y súbditos, y entre unos Hermanos y otros, cuando examinan su manera de vivir? Tenemos que reaccionar con un compromiso real para renovar nuestra caridad fraterna, nuestra vida consagrada y el ser de nuestras comunidades.

Como seres humanos no podemos amarnos sin profundos sentimientos. Reprimir la ternura, la amabilidad y la compasión no es propio del amor humano, pero tampoco del divino. Basta mirar a Jesús en el Evangelio para comprender su ternura, su sensibilidad, su compasión con todos los que encontraba.

¿Es este el amor que nosotros experimentamos en nuestras comunidades? ¿Cuántos de nosotros estamos dispuestos a dar la vida por nuestros Hermanos, para que nuestro amor recíproco sea siempre mayor? Dedicamos nuestra vida a los enfermos, pero raramente la damos por nuestros Hermanos. ¡Sin embargo Cristo lo hizo! Renovemos y, si es necesario, revolucionemos nuestra vida comunitaria, pero hagamos de ella una verdadera vida de amor, de cortesía, de generoso afecto mutuo; de lo contrario nos encontraremos en tinieblas.

Quisiera, en este momento, citar algunas frases de lá primera carta de San Pablo a los Corintios, que nos ayuden a darnos cuenta de que la renovación hay que hacerla en el tiempo presente, sin dejarla para la vida futura.

"Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad" (1 Coro 13,13). Este "ahora" que San Pablo utiliza, se refiere al tiempo presente; por eso, si queremos estar unidos mientras vivimos en este mundo, debemos tener la fe, la esperanza y la caridad. Más tarde, cuando las profecías desaparezcan y la ciencia no exista ya, quedará sólo la caridad (Cfr. idem, V. 8).

En esta tierra, nuestra comunidad es comunidad de fe, de esperanza y de amor. En el cielo, cuando veamos a Dios cara a cara y nos conozcamos los unos a los otros como verdaderamente somos, comunicándonos de corazón a corazón, entonces ya no tendremos necesidad de fe ni de esperanza: "sólo la caridad no tendrá fin".         .

En consecuencia, nuestra renovación en el tiempo, depende de nuestra capacidad de profundizar, a la luz de la fe, y en nuestras relaciones interpersonales; de reavivar nuestra esperanza en nuestro crecer juntos, y de abrirnos al amor para empezar a experimentar la unión que Dios quiere para nosotros.

Sin embargo, tengamos cuidado, queridos Hermanos, de no rebajar este amor, haciéndolo un fin en sí mismo. El religioso maduro no va a la búsqueda del sentimiento, sino de la persona a la cual manifieste ese sentimiento; no va a la búsqueda de comprensión, sino de alguien que tal vez necesita ser comprendido.

Nuestra fe nos ayuda a ver a los Hermanos como Dios nos ve. Nuestra esperanza nos sostiene para que crezcamos juntos confiadamente; nos impulsa y nos acerca unos a otros: no deberíamos fijarnos en la luz de la esperanza, sino en lo que es iluminado por ella. En fin, el don del amor nos ayuda a entrar en comunión con los otros, no con el amor en sí mismo.

En este mundo, no puede existir amor sin sacrificio. Durante mucho tiempo hemos visto el sacrificio como pena y sufrimiento. El sacrificio, para nosotros, significa “dar” algo para realizar la unión. En realidad la palabra "sacrificar" es lo mismo que "santificar". La palabra "sacer", en latín, significa "sagrado", "santo"; y la palabra "facio" es nuestro verbo "hacer".

Una cosa es santa o sagrada para mí, cuando descubro en ella la presencia de Dios. El religioso es consciente de la presencia de Dios en todas las cosas, porque Dios está en todas partes. Por eso, cuando digo que no existe amor profundo sin sacrificio, quiero decir que no podremos nunca ser una cosa sola, si no nos convencemos de la presencia de Dios en cada uno de nosotros.

"Encontrar a Dios en todas las cosas" no es lo mismo que "encontrar a Dios en cada uno de nosotros". Dios, ciertamente, está presente en todas las cosas que existen en el universo, pero su presencia es la del Creador. Está también presente en cada uno de nosotros, pero su

presencia, en este caso, es la de un Padre. Esta presencia "paterna" es la que nosotros debemos descubrir en los otros y lo conseguiremos si logramos ver a todos y a cada uno a la luz de la virtud teologal del amor.

La virtud de la caridad es la que ilumina nuestra filiación divina. Cuando vemos en nuestro Hermano a un hijo de Dios, comprendemos que todo el resto en él pasa a segundo término; los hijos de Dios, por ejemplo, no envejecen: por consiguiente, la edad no es un problema que los pueda separar.

La cosa esencial que hemos de descubrir en el otro es precisamente este "ser hijo de Dios", lo cual es infinitamente más importante que su sabiduría o conocimiento, su don de profecía o cualquier otro carisma de los que habla San Pablo.

El hombre es hijo de Dios en lo íntimo de su ser; por consiguiente, todo lo demás cuenta poco en nuestras relaciones con él. Esta es la razón por la cual, el amamos los unos a los otros, como hijos de Dios, es "la única cosa necesaria". Si somos hijos de Dios, somos una cosa sola, y todo lo demás tiene poca importancia. La renovación significa tomar conciencia, cada día, de esta realidad y vivirla junto a los otros, con todas sus consecuencias.

La fe, la esperanza y el amor son dones eficaces. Sin embargo, dada nuestra debilidad, debida a nuestra inclinación al pecado, tenemos necesidad de otras ayudas, si queremos obedecer a la voluntad de Dios, que nos manda amamos mutuamente. Dios nos ha ordenado amamos como ama El: por tanto, debemos confiar en que nos proporcionará todo lo que para eso necesitamos. Estas otras ayudas o dones de Dios son tan numerosos que harían falta días enteros para enumerarlos. Por tanto me limitaré a tratar solamente de dos de ellos: de las virtudes morales y de nuestros votos.

 

LAS VIRTUDES MORALES

 

Cuando pensamos en el hombre "moral", no debemos imaginamos necesariamente un hombre que observa todas las leyes y que cumple íntegramente con su deber. Si restringimos el término "moral" a lo que es obligatorio, lo privamos de mucha parte de su significado. Hemos relacionado al hombre con la ley, más que con Dios o con su hermano.

Si un Hermano ama a otro porque tiene el deber de hacerla, es una cosa completamente diferente de amarlo porque lo considera digno de amor. La luz de la fe y la luz de la esperanza, así como la luz de la caridad, nos hacen descubrir cosas como estas, pero no nos garantizan, como consecuencia, el deseo de comunión con los otros.

Al estudiar las virtudes morales es muy importante que reflexionemos en la oración sobre lo que dice San Pablo en la carta a los Romanos.

Como la fe, la esperanza y la caridad, las virtudes morales son también principios o raíces de los cuales se deriva nuestra vida de unión con los otros. Vistas como principios, más que como obligaciones, las virtudes morales nos ayudan a darnos una dirección y a ir al encuentro de los otros.

La vida que brota de estas raíces es una vida de amor. Esta vida de amor es "moral" cuando nuestra respuesta a los otros, como hijos de Dios, es profunda, apropiada Y adecuada.

En la enseñanza de San Pablo, un hombre es considerado "moral" cuando está abierto al otro de la manera justa, es decir, cuando su respuesta está iluminada con la luz de la fe, de la esperanza y del amor, y cuando su deseo de unión con los otros está guiado por las virtudes morales.

Cuando nos esforzamos en convertimos en una cosa sola con los otros, como el Padre y el Hijo son una cosa sola, este esfuerzo es "moral", si nuestras relaciones están inspiradas por los dones de la prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

 

LA PRUDENCIA

 

Para ser hijos de Dios debemos ser prudentes. Por el hecho de pedirnos Dios que seamos hijos suyos Y que recibamos a su Espíritu, El nos debe dar también el poder y la capacidad de aceptar estos dones. Este poder sobrenatural lo hemos recibido en el Bautismo.

Por eso, cuando hablo de prudencia, no hablo de una cualidad natural, sino de un poder que en sí mismo está lleno de misterio y que sobrepasa nuestra comprensión, sin la luz de la fe.

Muchas cosas terribles le han sucedido a la virtud de la prudencia con el pasar de los años: para muchos se ha convertido en una virtud superficial. Por eso, lo mismo que la fe, también la prudencia necesita una renovación.

El hombre prudente de hoy, es más una persona cauta que una persona decidida. Se preocupa constantemente de lo que los otros dirán o pensarán. Es inclinado también a calcular astutamente las cosas, como se hace en política. Está siempre alerta, buscando protegerse; no se expone y no revela jamás lo que hay en su corazón. Nadie sabe exactamente lo que este hombre piensa. Ha olvidado lo que es una vida gobernada por un ideal. Representa la plenitud de la debilidad humana y, desde esta misma debilidad, trata de juzgado todo y a todos, para su satisfacción y sus intereses personales.

También en nuestra Orden existen los "prudentes", en el sentido negativo de la palabra. Son bastante inteligentes para ver las debilidades ajenas y, basados en ellas, juzgar y manipular a sus semejantes.

Si, por ejemplo, un superior es tan débil que se presta al chismorreo, escuchando a quien calumnia y habla mal de los otros, este superior puede ser fácilmente usado y manipulado por los llamados prudentes. Si un superior se deja atemorizar por sutiles amenazas o acaso es objeto de velados chantajes, entonces los llamados prudentes consiguen fácilmente tenerlo bajo control.

Los llamados prudentes con frecuencia hacen uso de insinuaciones, de alusiones y de medias verdades. Su prudencia consiste, sobre todo, en la habilidad que tienen para hacer aparecer estas medias verdades como plausibles. Manipulan a los otros con una especie de control cerebral, haciendo que perciban sólo parte de la verdad y falseándoles la conciencia interior.

Sólo la plenitud de la verdad nos puede liberar. Por eso, cuando nosotros los superiores, nos permitimos usar verdades a medias, corremos el riesgo de dejamos dominar por los llamados prudentes. Y entonces nos convertimos en superiores que no sólo permiten, diría yo, sino que ayudan también a estos falsos prudentes a manejar a los demás miembros de la comunidad, lo cual sería un abuso de la autoridad.

La prudencia sobrenatural es cosa muy distinta. Es un don maravilloso que nos hace capaces de tomar, con toda libertad y en el momento más oportuno, la decisión justa. La fe nos enseña que, como hijos de Dios, nuestra meta es vivir en sincera comunión con los otros. La prudencia sobrenatural nos dicta lo que debemos hacer para alcanzar esa meta. Si la meta es la unión con los otros y con Dios, la acción justa será la inspirada por la comprensión y el amor. Un Hermano verdaderamente prudente estará dispuesto a correr todos los riesgos necesarios para comprender, amar y ayudar a su Hermano; y estará dispuesto a correr los mismos riesgos para ser comprendido y amado por el otro.

Cuando nuestro Señor decidió "arriesgarse" a amamos, fue verdaderamente prudente. Sabía que a cambio de su amor lo íbamos a crucificar, como de hecho ocurrió. Sin embargo, con su prudencia. El sabía que la muerte era el mejor modo de damos "una vida más abundante".

La paradoja del cristianismo es esta: ¡sólo la muerte puede destruir a la muerte! Y esta paradoja es también el misterio central del cristianismo. Este misterio sólo lo comprenderemos a través de una fe renovada Solamente a través de una prudencia renovada lograremos vivir y actuar de acuerdo con esta verdad.

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La prudencia actúa en nuestro interior. Así, por ejemplo, cuando yo comprendo o amo a un Hermano, esto ocurre en lo más íntimo de mi ser, allí donde se dan la comprensión y el amor. El mundo parece enloquecido. De aquí mi preocupación por llegar al corazón de las cosas, porque es por los esfuerzos que se hacen para "ponerse en contacto con el sentimiento". Los cristianos sienten también la influencia de este fenómeno, aunque deberían saber que lo que importa es que se pongan en contacto con el propio "yo", que es la fuente de estos sentimientos.

La prudencia gobierna y dirige estas acciones interiores del "yo" hacia un fin último. Este fin último es una unión semejante a la que existe entre el Padre y el Hijo. La prudencia dirige todas las energías de nuestra libre voluntad hacia aquellas acciones que son propias para alcanzar este fin. Cuando nos amamos, entonces usamos la virtud de la prudencia.

¡Cuántos errores y cuántas omisiones se apoyan en una falsa prudencia, que nos aleja de la verdad y, por consiguiente, de la verdadera libertad!

La verdadera prudencia, renovada en sus cimientos profundos, será 1a levadura de nuestra vida en común: la falsa prudencia, por el contrario, destruiría nuestras comunidades, imposibilitando las relaciones sinceras entre Superiores y Hermanos, creando esas separaciones que destruyen la recíproca confianza.

 

LA JUSTICIA

 

Al hombre, que es por su naturaleza sociable, no le bastan una comprensión y un amor que se queden en el interior. Esto es todavía más verdadero para un cristiano. El cristiano debe esforzarse para que su comprensión y su amor lleguen al corazón de un hermano. Cómo efectuar esto, es tarea de la justicia.

Dios es justicia, como es amor. Por justicia Dios envió a su Hijo para salvarnos y por justicia este Hijo suyo murió por nosotros. En esta muerte de Cristo por la humanidad había una exigencia fundamental de justicia: era la respuesta de Dios a nuestra necesidad y un designio divino para llegar hasta nosotros.

Morir por otro: he aquí el modo mejor, descubierto por Dios, para penetrar en las tinieblas donde, como hombres que somos, vivimos. Naturalmente, matando a su Hijo, hemos pecado; pero este Hijo suyo, al morir por nosotros, nos ha justificado.

Ningún Hermano actúa justamente cuando trata de destruir o de disminuir a su Hermano ante los otros. Pero este último, por su parte, actúa bien aceptando esta disminución. Esto es justicia porque, aunque estemos amenazados de destrucción por la calumnia, a través del amor a nuestros mismos enemigos, hacemos creíble nuestra caridad y logramos convencer a los otros.

Así pues, el justo no devuelve mal por mal, sino ql1e responde al mal con la vida santa y con el amor. Estos son los dos componentes fundamentales de nuestra comunión recíproca.

Por medio de este don, logramos descubrir también otros modos para convencer a nuestros Hermanos de nuestro amor y para penetrar en su corazón y en su mente.

Por ejemplo, si nos desinteresamos y abandonamos a su suerte a nuestros Hermanos misioneros, justificando esta actitud nuestra con echar los compromisos y las responsabilidades sobre otros, no somos justos con ellos.

Cuando una Provincia, aunque obviamente tenga sus problemas, no se preocupa nunca por otra Provincia, no se preocupa por la Orden, no vive sus problemas de crecimiento o los momentos de tensión, en este caso ciertamente no podemos hablar de justicia.

Cuando un grupo étnico evita o tiene recelos de otro grupo étnico, cuando no se hace el esfuerzo de penetrar en los Hermanos a través del amor, aceptándolos con todos sus componentes humanos y sociales, no podemos hablar de justicia.

Una Provincia o una comunidad es justa cuando manifiesta su amor y su unión a otra Provincia o comunidad, no sólo con buenas palabras, sino a través de obras concretas.

La justicia es un don que nos facilita la apertura a los Hermanos, llenando de alegría nuestras relaciones con ellos.

La justicia está en noSotros por medio de la presencia del Espíritu Santo: estamos seguros de su presencia cuando somos conscientes de sus dones y de sus frutos.

La Nueva Ley está escrita en nuestros corazones: es una ley de libertad que nos quita las ataduras antiguas, dándonos la nueva alegría. La libertad es amor, pero amor que mira a la unión con los Hermanos. No hay alegría mayor que ver a los Hermanos viviendo en comunión entre ellos. Somos justos con los otros, cuando repartimos con ellos nuestras riquezas interiores, nuestra vida sobrenatural.

La justicia sin el amor está vacía. El amor sin la justicia es estéril, encerrado en sí mismo e inútil.

Dedicarse a una investigación metodológica del apostolado, para el estudio de la pastoral vocacional o de la pastoral hospitalaria, Y no observar la justicia en todas sus dimensiones, es exponerse al fracaso e incluso entrar en el camino de la traición.

 

LA TEMPLANZA

 

Cuando el Padre determinó hacernos hijos suyos, conocía perfectamente aquellas debilidades nuestras que nos dificultarían el llegar a amar como corresponde a nuestra condición de hijos suyos, o formar una sola cosa entre nosotros, como El y el Hijo suyo son una cosa sola. Dios no intentaba hacer de esta Nueva Ley un peso como lo fue la antigua. Deseaba que fuese una cosa suave Y fácil de observar.

Pero para que sus hijos puedan ser verdaderamente libres, Dios debe enriquecerlos con ciertos dones que les ayuden a superar sus debilidades innatas. El primero de estos dones sobrenaturales es la templanza.

Como la justicia, la templanza también necesita ser renovada y revitalizada dentro de nosotros. No habrá nunca una verdadera renovación de nuestro espíritu o de nuestro carisma, sin una renovación de la templanza.

La templanza es un don recibido que nos hace posible, e incluso fácil y alegre, dominar nuestras tendencias hacia aquellos excesos que están radicados en nuestra humana debilidad. Sabemos que, a veces, nuestras pasiones nos inclinan a acciones que no son ni buenas ni convenientes.

Nuestra sensibilidad hacia los otros encuentra sus raíces en nuestra fe y en nuestro amor. Cuando esta sensibilidad está dirigida por las pasiones en vez de por la fe, es necesario vigilar estas pasiones, pero de modo tranquilo y alegre. Este es el cometido de la templanza.

El amor humano no existe sin sensibilidad. La pasión, dirigida por la fe y la caridad, y gobernada por la templanza, es verdaderamente parte del amor humano. Nuestro Señor nos amó apasionadamente. Su profundo amor por nosotros era tan fuerte que le llevó a la muerte. Esto fue templanza. Su muerte no fue un exceso radicado en la debilidad, sino una abundancia de amor que tenía su raíz en la fortaleza.

La templanza modera el amor según las reglas de la fe. No se preocupa tanto del control de aquellas pasiones que tenemos y que están radicadas en los siete vicios capitales, cuanto de aquellos puntos fuertes que tienen su raíz en la presencia del Espíritu en nosotros.

Por medio de la templanza descubrimos los límites del amor y de la justicia. Estos límites son los que Jesús mismo nos mostró en la cruz. Nosotros somos hombres de templanza cuando vivimos totalmente los unos para los otros, incluso dando nuestra vida por los otros.

Como ocurre con el pecado y con las otras virtudes, también la templanza se ha convertido en una cosa superficial en nuestra cultura secularizada: la usamos para controlar nuestra debilidad y no nuestros puntos fuertes. Nos hace conscientes del pecado, como hacía la Antigua Ley. Lo enseña San Pablo en la carta a los Romanos: el ser conscientes de la multiplicidad de nuestras posibilidades de pecado nos hace, en cierto modo, fáciles para sufrir la atracción de estas obras pecaminosas.

La templanza sobrenatural, en cambio, nos hace conscientes de la multiplicidad de nuestras buenas acciones, que nos permiten vivir los unos para los otros y los unos con los otros: la templanza no se preocupa tanto de los obstáculos al amor y a la unión, que existen fuera de nosotros mismos, cuanto de los dones del Espíritu que hay dentro de nosotros y que deseamos compartir con los demás (Cfr. Gal. 5,22).

 

LA FORTALEZA

 

Como la templanza, la fortaleza comienza en la debilidad y se perfecciona en la plenitud de la vida del Espíritu que está en nosotros.

Algunas veces, nuestras pasiones nos hacen alejarnos de lo que nos sugiere la fe. Entonces experimentamos el miedo, cuando, por ejemplo, encontramos obstáculos. Tratamos de evitarlos, hasta el punto de permanecer paralizados. Hablando de la prudencia hemos analizado ya estos obstáculos. Están arraigados en nuestra debilidad y en el pecado. A la fortaleza le corresponde iluminar la debilidad del mal que se nos opone. Cuando comprendemos que el mal es debilidad, nuestros temores desaparecen y logramos actuar rectamente según la fe.

Alguno de nosotros, queridos Hermanos, podría sentir miedo, experimentar dudas, y también una especie de amenaza, ante los requerimientos de renovación. Muchos de nuestros Hermanos están sujetos a las mismas pasiones negativas. Nuestro don de fortaleza necesita una renovación proporcionada a la repugnancia que sentimos de aventurarnos en este proceso, pero como este don sobrenatural lo poseemos tanto individual como comunitariamente, es obligación nuestra renovarlo a los dos niveles.

Así como muchos Hermanos tienen miedo de compartir su amor con los otros, y por eso necesitan una renovación del don de la justicia en sus corazones, así muchos están asustados por los obstáculos que encuentran por parte de aquellos que rechazan este amor Y por eso su fortaleza reclama una renovación.

La fortaleza se construye sobre la vitalidad de nuestra vida íntima con el Espíritu y nos ayuda a descubrir la fuerza que nuestros Hermanos han recibido para aceptar nuestro amor. En la agonía del Getsemaní, Jesús nos dio un ejemplo de esta fortaleza. Rezó para que le fuese quitada la cruz, pues no era cierto que hubiese personas dispuestas a aceptar este tipo de amor. Pero después dijo: "No se haga mi voluntad, sino la tuya", porque descubrió que la voluntad del Padre era que todos los hombres recibiesen este amor.

¿Hubo algo, más allá de la debilidad, en esta aceptación de la voluntad del Padre?

La agonía y la crucifixión eran lo que el Padre había ordenado para que se cumpliese su voluntad. El único obstáculo que quedaba en el huerto de los olivos era la crucifixión. Por medio de ésta todos los hombres se convencerían del amor del Padre para con ellos y de la bondad de su decisión de amarlos.

Así pues, el problema en la cruz era: "esta muerte mía, ¿logrará superar el último obstáculo que es la muerte'?"; Y la respuesta del Padre fue un claro sí: "he querido que así sea".

La pregunta que nos ponemos nosotros, frente a los obstáculos que encontramos en nuestros Hermanos y en las comunidades, es la misma.

La fortaleza, como ocurrió a Cristo sobre la cruz, nos revela que nuestros Hermanos tienen capacidad para aceptar nuestro amor. Descubrimos, a través de la fe, que ellos son hijos de Dios, que debemos crecer juntos por medio de la esperanza y que alcanzaremos la unión mediante la caridad.

Lo que podría parecer debilidad en nuestros Hermanos, la fortaleza nos enseña que es, más bien, el poder del Espíritu Santo que vive en ellos.

 

LOS VOTOS

 

Para convertir nuestra filiación divina en algo todavía más alegre y más fácil, Cristo nos dio cuatro dones, cuando hicimos ante El nuestra profesión religiosa.

Tal profesión no podía ser hecha sino en el contexto de los dones de los que ya hemos hablado.

Todos estos dones nos liberan para permitirnos vivir "una vida más abundante". Nuestra profesión fue, por consiguiente, la manera mejor de declarar públicamente que aceptábamos esta vida en toda su plenitud.

Sabemos que muchos religiosos tienden a considerar los votos de modo negativo o restrictivo. Es cierto que, por medio de los votos, hacemos grandes sacrificios, renunciando a cosas maravillosas y bellas. Por eso me pregunto: ¿cuántos de nosotros vemos en los votos un don que nos comunica "la vida más abundante", una vida más plena que nunca habíamos recibido? ¡Cuántas veces hemos comprobado, en casos de "abandono", que la única justificación que se aducía para un acto tan' grave era la de afirmar una imposibilidad en la observancia de los votos! ¡Cuánta mezquindad se descubre en una justificación de este tipo!

No quiero ahora detenerme a hacer un análisis detallado de nuestros votos; lo dejo para otra ocasión más propicia. Quiero decir solamente que, pensar seriamente en una renovación sin detenerse a reflexionar y meditar sobre nuestros votos, sobre las fuentes que los inspiran e iluminan, sería una omisión imperdonable.

Con la pobreza, como don, conseguimos dominarnos en lo que toca a la posesión de las cosas materiales y en el deseo inmoderado de las mismas, todo lo cual procede de la debilidad y el pecado.

La pobreza, como don, abre nuestro corazón y nuestra mente al universo entero de Dios y a su presencia en el mismo. La pobreza aumenta nuestra alegría y nos hace fácil descubrir a Dios en el universo material. Nos hace más sensibles a la bondad y a la belleza del universo mismo, y más deseosos de abrazarlo.

El religioso que ha hecho voto de pobreza no tiene miedo del deseo desenfrenado de poseer, ni de las cosas que realmente posee; tampoco mira al mundo material con desprecio.

Un hombre se reconocerá como pobre, si ama al mundo y todas sus bellezas.

Con la castidad, como don, dominamos nuestro deseo de placeres y la lujuria, que son también debilidades y pecados.

La castidad, como don, ensancha nuestros corazones y nuestras mentes hasta abrazar a todo el pueblo de Dios.

Gracias a la fuerza de este don de la castidad amamos a los otros con mayor facilidad y con alegría más intensa. La castidad, como don, hace nuestro amor más parecido al de Cristo, precisamente porque introduce en este amor nuestro por los otros, una nota de trascendencia.

La castidad, lejos de privamos de la intimidad propia de la vida de cada hombre, la intensifica Y la extiende hasta abrazar a todos los Hermanos y a todos aquellos a quienes servimos con nuestro trabajo.

Nuestra castidad, como tantas otras virtudes, ha adquirido un aspecto más bien negativo en el pasado: razón suficiente para decir que necesita una renovación.

La obediencia, como don, vigila sobre nuestra tendencia a preocuparnos de demasiadas cosas, ignorando "lo único necesario". La obediencia nos hace capaces de aceptar la fuerza liberadora de la autoridad auténtica, ayudándonos a realizar más intensamente la unión con los Hermanos.

Por la obediencia, nosotros no sacrificamos ni nuestra voluntad ni nuestra libertad. Esto significaría privarnos de nuestra misma naturaleza. La libertad es precisamente lo que distingue al hombre de los animales; y la verdadera obediencia no nos convierte ciertamente en animales.

Siendo ya hijos de Dios, debemos vivir en unión con nuestros Hermanos, que también son hijos de Dios. Nuestro don de obediencia nos facilita la vida. Todo lo demás es esclavitud y desobediencia.

 

LA HOSPITALIDAD

 

Con el don de la hospitalidad abrimos nuestro corazón para recibir el don de aquellos que se encuentran en la necesidad y en la enfermedad. La hospitalidad, en efecto, es un don recibido más que un don que nosotros hacemos.

Poca gente en el mundo sabe descubrir la bondad y la belleza de quienes, en apariencia, son poco agradables o repugnantes. Gracias a 1ª fuerza de este don, penetramos más allá de la fachada, para entrever la riqueza interior de los necesitados, la vida espiritual de los enfermos o la unión con Dios de los abandonados.

Gracias a la hospitalidad nos enriquecemos con todas estas cosas y nos esforzamos, con nuestra disponibilidad, en hacer conscientes a aquellos a quienes servimos, de ser verdaderamente ellos los que nos hacen el bien, y de ser ellos nuestros primeros y verdaderos bienhechores.

Tenemos que comprometemos realmente a renovar nuestro voto de hospitalidad, para conseguir que nuestra Orden y nuestro propio espíritu aparezcan cada día más vivos y actuales.

lorque indencia.

l vida de ; los Herbajo.

Evidentemente, no se excluye el que deban realizar estudios e investigaciones socioeclesiales, pa:t':~se s en el que hem~s ~e. llevar o a. cabo nUestra misión h ~es~~

encontrar los principios teológicos que han de inspirar ~spItc

pero para que de estos estudios nazcan la capacidad de realizar auténticos cambios o de nuevas Proyecciones el) ~ el

~s indispensable qu~ c?ntemporán~oamente a la inv~s~ues~:

Impulsemos una autenbca renovaClOn espiritual de m..¡ \gaClC

eStra h

un aspecdecir que

~reocuparobediencia

auténtica, 'manos.

 

CONCLUSION

oluntad ni Iaturaleza.

animales; males.

Queridos Hermanos:

Tendría muchas más cosas que deciros, las cuales o

teS

t

            o

y en ffi1 corazon, pero, en es a cIrcunstancia, no qui~ro an e

            cans

En un futuro próximo espero enviar a todos los religiosos una copia de mis discursos en este encuentro de Gt' g~()gos ,

los usaréis en vuestras meditaciones, en vuestras a:;;an;:¡da.

les y en vuestras reuniones comunitarias: y esto 1) a~blea:

presunción de haber dicho algo nuevo o trascende1)~e. porql

menos, haber proporcionado algunos cauces para los p: esp,

sidero de fundamental importancia en una verdaderq r~t¡cipi(

vación de nuestro vivir cristiano y religioso.      ~ proJ

'os Hermaliencia nos 1.

ara recibir a enfermeue un don

Mi deseo es el de ofrecer una sincera, bien que m()

fin de que todos los Hermanos comprendan más plenq tiesta,

una vida religiosa más consciente, en la que tanto el m~nte E

deben ser considerados como parte integrante de nUe ~<ll cm

mana, pero siempre con la certeza de que el bien tri; ~a cor

porque son el Hijo de Dios y la presencia del ESPíl:'.~t<l sob

triunfan.            1 1.\ Sant

belJeza de racias a la ra entrever )s enfermos

;as cosas y tes a aque~ nos hacen echores.

tro voto de opio espíritu

He debido hablar en términos quizás demasiado gene

través de vosotros, entendía hablar a todos nuestros lIe ~<lles

ponde ahora a cada Hermano y a cada Provincia h<lce~tnano

necesarios para concretar todas estas cosas en la propia v'\' los

ambiente y en la vida de la respectiva Provincia. IQa, en

He hablado a nivel de principios fundamentales. ¡Ojalfl

cipios fluya la vida a nuestras existencias, de manera ql¡ de e:

nOSotros pueda producir la plenitud de bondad que le es e ca.d

PropIa

----

 

 

"-c.

Si cada uno de nosotros logra renovarse en sus raíces cristianas y en les principios religiosos, entonces nuestra renovación encontrará de verdad su fuente en el fértil terreno del Evangelio, en la vida de nuestro Santo Fundador y en toda la riqueza que vemos en cada uno de nuestros Hermanos.

Que Dios nos bendiga y que nuestro Santo Fundador haga arder en nuestros corazones la llama que consumó su vida terrena.

Fr. Pierluigi Marchesi, O.H. Prior General. Roma - Curia Generalicia 1978*



[1] Lc. 10,42

[2] Jn. 13,34

[3] Rom. 8.38-39

[4] Lc. 10,25.37; Const., art. 35

[5] Jn. 17,21

[6] Gal. 5,22-23

[7] Gal. 5,19-21

[8] Regla de S. Agustln, n. 3. 9. Const. art. 64

[9] Const., art. 64

[10] Const.. art. 64

[11] Const., art. 65-73

[12] Est. Gen. arts, 244 y 247

[13] S. Agustín. Passim.

[14] Jn. 10,10

[15] Mt. 10,38. 16. Mt. 17,1-9. 17. Jn. 6,60

[16] Mt. 17,1-9

[17] Jn. 6,60

[18] Mc. 10,35-45

[19] Mt. 26,39

[20] Mt. 27,46

[21] Jn. 10,10

[22] 2 Cor. 3,2-4

[23] Jn. 10,10

[24] Mt. 11,30

[25] GS. introd..

[26] Jn. 17,20-23

[27] Ejerc. Espir. S Ignacio: Disc. de esp.

[28] Sum. Theol. II-II,71,6

[29] LG.

[30] GS. 16

[31] GS. 6

[32] T. de Chardin, Himno del Universo.

[33] Ibidem.

[34] Sum. Theol. I-II,1,4

[35] GS. 12,13

[36] Ibidem.

[37] Ibidem.

[38] ET. 5,12

[39] Jn. 12,32

[40] Lc. 10,41

[41] 1 Cor. 2,9

[42] Sal. 8,6

[43] Rom. 5,20; 7,7-12

[44] Mt. 1130

[45] 1 Cor. 12,31

[46] Jn. 13,15

[47] Jn. 15,20

[48] Jn. 13,5

[49] Lc. 10,38-42

[50] Ibidem.

[51] Lc. 12,22-31

[52] Lc. 15,4

[53] GS. 23,27

[54] Mt. 19,29

[55] Sum. Theol. II-II, 162,1

[56] Rom. 7,6

[57] Mt. 23,27

[58] Jn. 8,32

[59] GS. 23,24

[60] Mt. 5,22

 
 

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